Conocí a Alfredo Pérez Rubalcaba en 2004. En plenos preliminares del Estatuto catalán. Él, y a la sazón su fiel escudero, Francisco Caamaño, habían recibido el encargo de pilotar (y tutelar) el proceso. Luego, como portavoz que fui en el Congreso, mantuve una intensa relación que ha perdurado hasta el momento de su pérdida. Precisamente, cuando supe hace unos días de su grave enfermedad, evoqué los afilados whatsapps que solía enviar para celebrar las victorias de su idolatrado Real Madrid, o peor, para ironizar desde su irredentismo merengue sobre las derrotas de su eterno rival. El desastre blaugrana de Anfield Road pilló a Alfredo sin embargo en el más trágico y doloroso trance de su vida, el que nos ha privado de un hombre difícilmente sustituible.

Era la forma que teníamos de comunicarnos, ni que fuera esporádicamente, sin política de por medio, como corresponde a un hombre que, a diferencia de muchos otros, abandonó y se mantuvo fuera de la primera línea política de forma discreta, volviendo a la docencia, si bien es bien sabido que su apartamiento del atrezzo político y de los focos no le impidió cultivar otra de sus intensas vocaciones como era la influencia en los medios de comunicación.

Mucho se ha dicho y escrito estas últimas horas sobre la personalidad de Alfredo. Yo puedo hablar, claro está, desde una perspectiva distinta a la de sus más allegados o compañeros de partido. Todo el mundo coincide en que era extremadamente inteligente, culto y de talante dialogante. Y coincido plenamente con tales epítetos. Además de brillante orador, dialéctico y esgrimista de la palabra, tanto en los debates como en su faceta de comunicador y divulgador, y por ello mismo muy apreciado por los medios. Su calidez, su ironía y sus felices cortes de voz le llevaron a ser muy apreciado por los plumillas de la Villa y Corte. Tanto es así que el año que la Asociación de la Prensa Parlamentaria nos distinguió a ambos, y a Duran Lleida, como finalistas en la categoría de mejor orador del año --y no lo digo a estas alturas por presunción-- supe que no tenía ni la más remota posibilidad.

Y añado: fue un infatigable trabajador, tenaz, un auténtico estajanovista de la política, tan afable como accesible y atento a cualquier demanda, incluso de sus más encarnizados rivales. Con todo, como decía un amigo común, podría decirse que Alfredo era excesivamente empático. Un eufemismo un tanto vitriólico para definirlo como capaz de pactar y dar la razón a todos en privado y, al mismo tiempo, de mostrarse tan táctico como para, en ocasiones, acabarse mareando con la pelota a los pies.

Creo recordar que, cuando abandonó la política, El País me llamó para un reportaje en el que se glosaba la trayectoria y personalidad de Rubalcaba. Se me ocurrió describirle metafóricamente. Dije que no dudaría en seguirle para buscar la salida en caso de incendio, pero que una vez en la calle no estaría seguro de si querría volver a meterse en las llamas. Alguien llegó a describirlo como el Fouché de la política española, guiado por un instinto maquiavélico. Pero sin todas las cualidades y atributos que adornaban a Rubalcaba no hubiera alcanzado las más altas responsabilidades del Estado, excepto la más alta magistratura del Gobierno, ni desplegado su influencia, lo que, a la postre, le ha convertido en una de las personalidades más importantes de las dos últimas décadas en España.

Mucho se ha escrito de otra faceta de su idiosincrasia: fue un hombre de Estado. Ciertamente tuvo un papel destacado en momentos trascendentes y críticos para la vida política española más reciente: desde la crisis territorial, pasando por la desaparición de ETA, y la abdicación del Rey Juan Carlos. Creo no equivocarme si digo, además, que fue un jacobino eficaz, aunque con grandes dotes de disimulo. Con todo, buena parte de sus desvelos fueron encaminados a la defensa del reconocimiento de la diversidad del Estado.

La Declaración de Granada --manifiesto que impulsó, a instancias de los socialistas catalanes en 2013-- llevó al Consejo Territorial del PSOE a apostar por un modelo de España que descartaba la ruptura, pero también el inmovilismo que ha caracterizado el debate territorial desde entonces. Su apuesta por un modelo federal, inspirado abiertamente en la senda alemana o norteamericana, supuso un notable punto de inflexión en el seno de un partido que se debatía entre la pulsión centralizadora de algunos barones y la nación de naciones de Anselmo Cartero rescatada de forma efímera por José Luis Rodríguez Zapatero.   

Al propio tiempo, y no debe olvidarse, Rubalcaba, que fue como he dicho, el jefe de la delegación socialista en la negociación del Estatut -y también gran muñidor de un dudoso pacto entre PSOE y CiU al respecto-- reconoció al final de ese proceso que "algo se hizo mal", llegando a tildar la sentencia del Tribunal Constitucional como "la chapuza mayor del reino", "disparatada, un desastre". Y de aquellos polvos… Precisamente, en un reciente artículo pedía ir más allá de "bienintencionados, y genéricos, llamamientos al diálogo" y "plantear un proyecto político". Y eso está bien. Especialmente en estos tiempos de tribulaciones en que se impone la máxima ignaciana y no solo no se hacen mudanzas sino que no se alumbran soluciones. Descanse en paz.