“La tarea del especialista no se justifica si no redunda en la educación de los más”, así se ha expresado Francisco Rico a propósito del profesor José Manuel Blecua, alguien que traía consigo muchos magisterios y que en menos de una hora de clase le ganó para la filología. Catedrático de Literaturas Hispánicas Medievales, de la UAB, Rico cumple 80 años hoy jueves, 28 de abril. Doctor Honoris Causa por diversas universidades, ha sido reconocido también por academias francesas, italianas, inglesas y americanas. Elegido miembro de la Real Academia Española en 1986, leyó su discurso de ingreso quince meses después. En 2013 recibió el premio Alfonso Reyes del Colegio de México.

En algunas de sus novelas, Javier Marías ha hecho un personaje de ficción con su figura. Paco Rico acaba de publicar un testimonio de gratitud y homenaje a distintos filólogos y afines que ha tratado en su vida. Nos permite conectar con una galaxia de excelencia. En Una larga lealtad (Acantilado) recoge notas críticas y semblanzas de esos autores (42), escritas desde 1964 hasta hace dos días, y donde resalta su perfil humano; nunca una mala palabra ni un comentario con mala saña. Dice que no podría escribir sus memorias, “porque sencillamente no las tengo”, pero leyendo estas páginas podemos apreciar quién es y quién ha querido ser. Son testimonios de admiración que son estimulantes y no tienen desperdicio. Espiguemos sólo algunos de ellos.

De Ramón Menéndez Pidal, que llegó a construir en un desierto y plantearse problemas desde la raíz, destaca su porte de gran señor, sencillo, exacto, con no asediada grandeza: “Crea en torno a sí un campo de magnetismo cordial”. De la sabia argentina María Rosa Lida que no daba puntada sin hilo. Y su marido, el ucraniano Yakov Malkiel concilió una asombrosa documentación con el buen decir y el mejor pensar y organizar. Fernando Lázaro Carreter, un deslumbrante conversador y una de las inteligencias más poderosas que conoció.

A Guillermo Díaz-Plaja lo que le interesaba era crear vocaciones de lector. “Los libros se le vuelven personas” a todo aquel que les escucha y les habla con la familiaridad con que F. J. Norton lo hacía. En Dámaso Alonso, “el cariño, la emoción, el dolor no se dejan cifrar en datos. La admiración, sí, y a poca costa”.

Marco Santagata, entre los mejores estudiosos de la antigua poesía italiana. Julián Martín Abad o el discreto encanto del incunable. El sagaz escudriñador Antonio Rodríguez-Moñino, que exhumó el más antiguo manuscrito del Amadís de Gaula y que podía parecer más serio que un palo, “pero con un trasfondo jocoso e irónico que sólo mostraba a quienes juzgaba a su altura”. No podía faltar Edward C. Riley, uno de los dos o tres supremos cervantistas de nuestro tiempo. De Martín de Riquer glosa, sin retórica hueca, su amplitud de perspectivas y riqueza de enfoques, su capacidad y curiosidad, que escribió páginas decisivas sobre el Quijote y que pasó “años pintando un gigantesco y entretenidísimo retablo de la vida caballeresca en la baja Edad Media”.

Rafael Lapesa o el hábito intelectual de analizar con toda atención todos los pormenores. Atinado al escudriñar recovecos, el alemán Peter Dronke, fallecido hace dos años, no sólo daba a los expertos otras tantas lecciones de la mejor erudición y la mejor crítica, sino además puso al alcance de cualquier lector de buen gusto una óptima antología.

A propósito de Roberto Calasso, el académico afirma que la buena literatura echa una luz distinta sobre la realidad. La prosa limpia y atractiva de Alberto Blecua, rica en resonancias clásicas. La caída de Constantinopla, el libro de Sir Steven Runciman que le habría gustado escribir a Juan Benet. Evocando a Cianfrano Contini, Francisco Rico denuncia: “Críticos y lingüistas tienden hoy a infligirnos un lenguaje ratonero, con la insufrible soberbia de suponer que sus lucubraciones valen tanto en sí mismas que una cierta elegancia en el decir no podría sino debilitarlas”.

Un gran estudioso y un tipo estupendo, así califica a Domingo Ynduráin, a quien acompañó en su ingreso en la RAE. Un “aragonés injerto en navarro”, que “ha estudiado y ha enseñado mayormente en Madrid, con largos paréntesis en Zúrich, Lausana, Lovaina, California”. “Me faltan palabras y me sobra emoción”, confesaba, desolado, a su muerte.

Y de Mario Vargas Llosa, una figura y una obra de riqueza espectacular, poseedor de una endiablada inteligencia del que valora en especial que “sigue escuchando con la misma curiosidad, con la misma atención cordial, hablando con idéntica franqueza y transparencia, de tú a tú, sin sentirse por encima de su interlocutor”.

Dejo para el final a Eugenio Asensio: “Vivió sin prisas, catando y saboreando libros, paisajes y vinos”. La gran lección: el placer de vivir con gusto, un arte que maravilla.