Si la campaña Pagesos o conills (payeses o conejos) fuera gastronómica, no habría lugar a dudas: mientras alguien no demuestre lo rico que está un payés en pepitoria o troceado en la cazuela para darle gusto al arroz, prefiero los conejos. Si el objetivo de la campaña fuera convencernos de adoptar una mascota, también me decanto por un conejo, a menos que haya payeses peluditos y suaves dispuestos a vivir en casa a cambio de un par de hojas de escarola al día. Lo que sucede es que la campaña no es ni una cosa ni otra, sino un toque de atención y una denuncia hacia la inacción de la consellera de Acción Climática, Alimentación y Agenda Rural, que, a pesar de su pomposo nombre, al parecer no da un palo al agua y no toma medidas contra la plaga de conejos que está arrasando explotaciones agrarias catalanas.

Es normal que una conselleria que se llama de Acción Climática, Alimentación y Agenda Rural (si ya escribiendo tal nombre se siente uno importante, trabajar ahí, no digamos dirigirlo, debe ser una experiencia entre erótica y religiosa) no está para cazar conejos. Un conejo es un animal de poca monta, muy poca cosa para una Administración que vela por el cambio climático, por la alimentación de los catalanes y, por si todo ello no fuese suficiente, lleva la agenda rural, que debe ser algo que incluye cualquier cosa que ocurra en el campo, día a día. Cómo va a preocuparse ahí nadie de los conejos, eso es como si a un astrofísico experto de la NASA le mandan a limpiar el parabrisas de un cohete.

Cuando la consellera no anda liada con el cambio climático, la ruralidad y el hambre, está con el procés, como todo miembro del gobierno catalán que se precie. Los conejos le pillan muy lejos, allá en el bosque, y si se comen las plantaciones de los sufridos agricultores será porque tienen hambre, en eso los protege la nueva Ley de Bienestar Animal. Aunque sea una ley centralista, conviene acogerse a ella si nos ahorra trabajar.

Como no conozco lo suficiente a la consellera Teresa Jordà, ignoro si tiene conejo. Me inclino a pensar que no. Si lo tuviera, sabría que requiere muchos cuidados para que luzca sedoso y brillante, todo el mundo puede encariñarse entonces de él, pero mucho cuidado, tras su aspecto inofensivo esconde un bicho insaciable, no son pocas las desgracias que han azotado a la humanidad por culpa de esos lepóridos. También es posible que sí, que la Jordà tenga conejo pero que lo tenga extraño y, por tanto, no sea consciente del peligro que lleva aparejado. Hay conejos verdaderamente pacíficos, incapaces de pegar un bocado a zanahoria alguna, aunque son los menos. Tal vez la consellera posea uno de estos y crea equivocadamente que son todos como el suyo, cosa que explicaría su desdén hacia los gritos de auxilio de los payeses. «¿De qué se quejan esos tipos? Yo tengo un conejo y no me acarrea ningún problema», debe de pensar.

Ya es mala suerte que esas cosas sucedan en uno de los pocos lugares del mundo donde disfrutamos comiendo conejos, grandes o pequeños, silvestres o educados, ásperos o suaves. En lugar de ir a destrozar plantaciones a Inglaterra, Suecia, Estados Unidos o cualquier otro país donde no son apreciados gastronómicamente, eligen los campos de Cataluña, un sitio donde el conill amb allioli es casi religión. No hay catalán que no salive ante la visión de un conejo impecablemente presentado, reluciente y a punto para ser saboreado. Tal vez sea una venganza orquestada por esos roedores, ya he comentado que suelen tener muy mala leche. Habrá que preguntarle a la consellera.