Decía Max Weber que las sonrisas son uno de los atributos más prototípicos que identifican el ideal de la persona con éxito. Su exhibición induce a pensar que estamos ante un individuo saludable, proactivo, con capacidad de decisión y mucha autoestima. La sonrisa persuade, seduce, incluso otorga al que la muestra cierta legitimación en saberes.

Una de las habilidades de nuestros políticos es la administración de la sonrisa. ¿Cómo olvidar la sonrisa de la esfinge? Así calificaron algunos analistas el gesto que durante años --sobre todo los primeros-- caracterizó el rostro de Rodríguez Zapatero. ¿Y la sonrisa del colmillo? Pablo Iglesias la paseó durante meses por los platós de televisión cuando era tertuliano y le rebatían sus afiladas críticas a la casta y demás poderosos del momento. ¿Y la sonrisa insinuada bajo el bigote? Este gesto tan aznariano no se heló hasta aquel fatídico marzo de 2004.

¿Y la sonrisa de los nacionalistas? Mas, Puigdemont, Junqueras... no paran de sonreír. En un consejo de gobierno sonríen y sonríen, estén inhabilitados o no. En las sesiones del Parlamento sonríen mientras les llaman corruptos, mentirosos, manipuladores... Asombra su capacidad de abstracción o de incomprensión. ¿Están alelados? Mas y Cía sonríen en la puerta de la Audiencia, ¡qué divertido debe ser comparecer ante la justicia! ¿O acaso tienen un problema en la curva de Spee? Después de cien años de discursos, representaciones y prácticas nacionalistas, ¿se ha producido una mutación genética?

Es comprensible que hayan llamado a su proceso golpista y totalitario "la revolución de las sonrisas". No es por talante democrático, es por convicción supremacista

No es nuevo este gesto tan sonriente. Ya en los años ochenta, cuando intentabas dialogar con algún nacionalista sobre inmersión, normalización, xenofobia, victimismo, mitos, amistosamente oían tus razones mientras sonreían. Una sonrisa larga, inquietante, propia de aquellos que piensan que "tú no te enteras de nada". Era la sonrisa del que se siente superior pero se hace pasar por víctima. Es comprensible, pues, que hayan llamado a su proceso golpista y totalitario "la revolución de las sonrisas". No es por talante democrático, es por convicción supremacista.

"No basta tener razón si la cara es de malicia", sentenció Baltasar Gracián. Es mejor y más persuasivo sonreír. En cierto modo, la sonrisa es imprescindible para una pedagogía de la reafirmación. Nada que ver con aquella sonrisa que mostraba en sus últimos años Nelson Mandela, y que el escritor Breyten Breytenbach calificó de irónica, sabedora de que la revolución sudafricana había sido fallida.

"He visto muchísimas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que he visto en toda mi vida!", decía Alicia en el País de las Maravillas. Paradojas al margen, Lewis Carroll nunca pudo imaginar que una revolución nacionalcatalana iba a superar esa extraordinaria ficción. Son risas. Un país entero está rozando el ridículo y la locura.