Llevamos en periodo electoral ya no sabemos ni cuánto tiempo. Podría celebrarse tanta intensidad como compensación por los cuarenta años de pertinaz sequía en el ejercicio de un derecho ciudadano elemental: votar. Sería más plácido tomarlo con más calma. En Cataluña tenemos ahora por delante cuatro semanas con elecciones diversas y distintas pero todas ellas afectados, en mayor o menor medida, por el denominador común del independentismo como elemento activo: autonómicas el 14F, en pleno carnaval; el 23F, fecha evocadora donde las haya, para la presidencia de Pimec; y las del Barça el 7 de marzo, aniversario del baño de Manuel Fraga en Palomares donde cayeron cuatro bombas nucleares. Un verdadero cóctel explosivo. 

Estamos en campaña aunque no se note, más allá del ruido mediático, siempre modulable a gusto de cada consumidor. Pasamos del “puerta a puerta”, en busca del sufragio en los primeros años de la transición, a campañas a golpe de redes sociales y sets televisivos. No es bueno ni malo, simplemente distinto. Ahora, cualquier predicción es aventurada y especulativa. Los institutos demoscópicos coindicen, como si nadie quisiera arriesgarse a ser diferente del otro, en tres protagonistas en cabeza: PSC, ERC y JxCat, sin que esté claro cómo queda la competición entre los dos últimos. Lo ha dicho Dolors Sabater (CUP): “El 14F es un plebiscito dentro del independentismo”. Se preludia así un Parlamento como un revoltillo de siglas o partidos y una complicada solución política el día después.

Sin embargo, hay elementos novedosos en estos comicios que permiten deducir el estado de ánimo general. El incremento del voto por correo es comprensible, dado el recelo a visitar un colegio electoral, sobre todo si se tiene en cuenta que el frustrado y aireado intento de aplazamiento se fundamentó en la crisis sanitaria y el riesgo de contagio.

Pero lo más destacado es que, según datos de la pasada semana, uno de cada cuatro ciudadanos convocados para las mesas electorales presentase alegaciones para no acudir. El problema es determinar si estamos ante un síntoma o una enfermedad, un contagio precoz de hastío o de morbidez democrática en tiempos de populismo desbocado, saber hasta qué punto es una reacción de temor legítimo por la pandemia, insumisión abstencionista, reacción natural ante tanta estupidez política o todo revuelto. Probablemente haya una mezcla de todo, incluida cierta incentivación y orquestación del miedo durante el mes de enero. Hasta que los tribunales decidieron que se mantenía el 14F.

Estamos ante unas votaciones desganadas, con una caída de ánimo que sitúa a los ciudadanos al límite del aguante. La abstención les viene a unos mejor que a otros, especialmente a los más pequeños: comunes y, sobre todo, JxCat dada su alta fidelidad de voto apreciable en las encuestas. Su cotización sube a medida que lo hace la abstención. 

En tiempos de Jordi Pujol, aun con diferencias sustanciales según el tipo de comicios, era sabido que, en general, una participación cercana al 50% suponía mayoría absoluta de CiU, en torno al 55% representaba mayoría simple y con el 60%, caso de las elecciones generales, en las que se movilizaba más el cinturón barcelonés, ganaba el PSC. Cataluña no es Barcelona, pero su peso poblacional es decisivo, pese a que la Ley Electoral prima en escaños los resultados de las circunscripciones más pequeñas: Tarragona, Lleida y Girona.

Salvador Illa ha representado, sin duda, un revulsivo. Algunas encuestas le sitúan en cabeza. Pero hay cosas que suenan a debilidad. Aunque tenga razón, cuando empiezan a emitirse mensajes en busca de un titular como bajarse el sueldo un 30% si es presidente, la experiencia indica que algo no va bien. El salario de los políticos es asunto espinoso cuando el personal es escéptico a la hora de creer que su dedicación a la cosa pública es pura vocación o amor al arte, máxime cuando tenemos una clase política cada vez más profesionalizada casi desde la más tierna infancia.

De otro lado, el candidato socialista juega con un hándicap: regresa a Castaluña con una mochila cargada de Podemos con quien ha compartido Gobierno. Ello puede retraer a votantes huérfanos, “gente de orden” que antaño confiaba en CiU o que optaron por Cs en 2017, a darle respaldo porque les horroriza pensar en otro gobierno Frankenstein en la Plaza San Jaime. Les puede espeluznar además el recuerdo del tripartito PSC-ERC-ICV. Más aún después de que el ex ministro haya manifestado su deseo de gobernar con los comunes quienes, por más que pueda favorecerles la abstención, saben que perderán votos por ambos flancos. Y mucho más si su candidata, Jéssica Albiach, sigue obstinada en optar por la ideología identitaria antes que por la comunicación, expresándose en catalán como en el debate en TVE. Ítem más: a la mochila habría que añadir el peso de la actitud complaciente y tolerante del PSC con los caprichos arbitrarios de la alcaldesa, Ada Colau, en Barcelona. 

La aritmética parlamentaria será complicada. Decía el torero Domingo Ortega que “o mandas tú o manda el toro”. La cosa es “parar, templar, cargar y mandar”. Pura tauromaquia: si los indepes suman, Salvador Illa puede ejercer una oposición firme, nada que ver con la dejación de funciones que hizo Cs o la confusa tibieza del PSC estos últimos años. Todo es posible, incluso que el independentismo deslegitime el resultado electoral si no fuese de su agrado, aludiendo al perjuicio de una alta abstención, por más transversal que sea, y a una decisión judicial “española”. Guste o no, el resultado será el que arrojen las urnas: votar no es una obligación, sino un derecho.