El movimiento independentista es muy creativo, es admirable cómo se reinventa constantemente. La nueva ofensiva propone un imaginario que para los más viejos evoca aquel anem per feina pujolista, pero para los más jóvenes se relaciona con el simbólico chaleco amarillo a lo francés. En todos los sentidos --visual, ideológico, virtual, etc.-- el independentismo es un movimiento ecléctico. Abarca desde la ultraderecha más violenta hasta posiciones algo más centradas y proclives a un cierto diálogo con una entelequia que denominan Estat espanyol, que difícilmente es posible hallar porque ese Estado, tal cual, es producto de su imaginación. Y como consideran que ahora las reivindicaciones sociales no son prioritarias, cabe pensar que están lejos o muy lejos, de aquello que muchos llaman izquierda.

Su objetivo es construir desde arriba lo que por abajo no termina de cuajar: la república catalana como eje central de la nación. Todo ha de empujar hacia este fin. De ahí que haya una permanente reinvención de la provocación española. Y la convocatoria hoy de un Consejo de Ministros en Barcelona se puede entender fácilmente de ese modo. Pero ¿cuánto de reaccionario hay en este movimiento? Entre el sueño de la libertad nacional y el señuelo de la represión ¿cuánto hay de pensamiento totalitario?

El socialista ruso Alexandr Herzen sufrió un enorme desencanto con las revoluciones europeas de 1848. Reconocía que los liberales había apoyado la destrucción definitiva del viejo orden feudal, pero en realidad lo que habían conseguido era lo que pretendían: asegurar la libertad para su propio grupo, olvidando las reivindicaciones sociales de los obreros. Herzen concluyó que esos hombres que habían proclamado la república se habían convertido en asesinos de la libertad. Además, rechazaba cualquier delirio de redención colectiva, y más si conseguirla suponía la muerte de un solo individuo. Las vidas humanas o la sociedad no podían ser moneda de cambio en beneficio de un glorioso sueño, por muy republicano que fuera. Isaiah Berlin resumió muy bien el pensamiento de su admirado Herzen: “el fin de la vida es la vida en sí misma”.

Hoy no se está construyendo una república catalana, en todo caso se está deconstruyendo, en el sentido estructuralista del término. El separatismo, con la complicidad de buena parte de la izquierda española, está disolviendo el canon republicano al reducirlo a la liberación de una imposición española. Desde el inicio de la transición ha habido mucha condescendencia y contemplación con los nacionalismos identitarios, parecía que encajaban en el marco de la Constitución, con la excepción del terrorismo etarra. Incluso el 155 se aplicó simbólicamente, sin consecuencia alguna para el desarrollo de esta función teatral del absurdo que ahora preside Torra.

Queda poco que decir porque me temo que la situación a la que estamos abocados ya la adelantó el filósofo Kierkegaard en su Diapsálmata: “Sucedió una vez en un teatro que se prendió fuego entre bastidores. El payaso acudió para avisar al público de lo que ocurría. Creyeron que se trataba de un chiste y aplaudieron; aquél lo repitió y ellos rieron aún con más fuerza”. ¿Ha llegado en España el momento de esa trágica carcajada final?