Siempre he oído decir que el dato mataba el relato. Me temo que esta afirmación no se acaba de ajustar a las nuevas realidades. Ejemplos de proyecciones económicas o de impactos económicos presentados por organismos internacionales: FMI, BCE, OCDE... Por no mencionar organismos de estudios financieros --BBVA, CaixaBank, Banco de España-- o entidades sociales --Cruz Roja, Cáritas, etcétera-- que son recogidos con una actitud de seriedad encomiable. Siempre se agradece el informe. Mas allá de los datos, si estos validan las tesis del gobierno, obtienen un relato mediático escaso, por no decir melifluo. Por el contrario, si las cifras presentan panoramas adversos, el cielo y los truenos aparecen. El fenómeno no es nuevo. Parecería obvio, en el juego de las democracias occidentales, que entre gobierno y oposición se entrecrucen los relatos positivos y los relatos pesimistas. Tal vez la novedad actual, con la fuerza de las redes sociales y la multiplicación de canales de comunicación y difusión, es que el relato pesimista se intenta imponer a cualquier precio. Las proyecciones catastróficas del fin del mundo, del apocalipsis now, nos rodean. El miedo es el eje de este relato.

Los escenarios negativos, la inflación, el paro, la deuda, el crecimiento económico, aunque con el paso del tiempo se modulen y moderen, nadie va a reconocer que las perspectivas agoreras no se han cumplido. La visión del relato negativo se reinventa constantemente. Siempre existe un matiz que permite confirmar la primera tesis del relato negativo. En este juego de tronos intercambiamos los roles: los malos hacen de buenos y estos están condenados a vivir en otro planeta.

Las realidades sociales, que contienen datos de forma empírica, sufren también en la actualidad la realidad de relatos coyunturales interesados. Lo hemos visto recientemente en el mundo científico en torno a las vacunas del Covid. Los negacionistas de los datos son la máxima expresión de esta fuerza, de los relatos negativos. El silencio de la inmensa mayoría de los ciudadanos se basa en la observación, en el ejercicio de la constatación empírica. El ciudadano, peatón anónimo se pregunta: ¿cómo estoy?, ¿cómo voy? ni tan bien, ni tan mal, sobreviviendo que ya es mucho… De estas expresiones a dar por muerto el mundo, hay un trecho.

En el mundo del dato y el relato, vivimos inmersos entre un querer y un poder. Excepto los negacionistas conspicuos, los humanos nos aplicamos diferentes actitudes psicosociales para tener la conciencia tranquila con los relatos que se nos dictan y saber qué hemos de hacer para ser “buenos” ciudadanos.

Todos tenemos un dato parcial para dormir tranquilos. Las estadísticas personales de ser ciudadanos solidarios y responsables. La tradición cultural judeocristiana de la mayoría de los europeos nos permite tener mecanismos de auto indulgencia. El rechazo de los packaging de plástico, reciclar la ropa antigua con amistades o familiares, placas fotovoltaicas, bicicletas y coches eléctricos (las orografías y distancias trabajo-domicilio a veces no ayudan), son pequeños ejemplos donde el dato y el relato se mezclan entre la indiferencia y la confusión. Queremos todos los beneficios, pero con los sacrificios que me vayan bien a mí. Con esta doble moral de estar haciendo alguna cosa positiva, nuestra conciencia individual permite que el relato pesimista avance. Retomemos la cultura del dato pedagógico. Expliquemos las realidades, con todas las implicaciones, no tratemos a los ciudadanos de rebaño de borregos. Las democracias fuertes requieren de ciudadanos libres, pero bien informados. Buenos datos y mejores relatos a todos los niveles, en especial a los grupos y sectores que construyen las agendas públicas.