Estos días he podido leer, en alguna prensa barcelonesa, artículos sobre el fenómeno que ya empieza a conocerse como “la rebelión de las provincias”. Se trata, efectivamente, de la aparición de partidos que, sin obedecer a la dimensión política autonómica, se presentan en circunscripciones donde se viene reclamando desde hace años la mejora de las condiciones de vida para que los pueblos y las pequeñas ciudades no se vacíen. Hay sensación de abandono, como demuestra la obtención de un diputado por parte de Teruel Existe. No es improbable que, en las próximas elecciones generales o autonómicas, otras áreas geográficas (por ejemplo, Soria, Huesca, Zamora u Orense) tomen el mismo camino y decidan articular formaciones que logren galvanizar el malestar vital de miles de ciudadanos que se sienten cada vez más periféricos. Ya sabrán que el francés Christophe Guilluy ha escrito un libro sobre el tema que está siendo un éxito de críticas y de ventas.

Decía que en alguna prensa de la Ciudad Condal este asunto se vincula con las reivindicaciones nacionalistas y se apunta que la revuelta de los desposeídos provinciales tiene que ver con Madrid, agujero negro que engulle todo en términos económicos, políticos y administrativos. Teruel y Cataluña, hermanados. Bien es verdad que estamos ante dos problemas muy distintos, cuyo sentido obedece probablemente a lógicas contradictorias: si España hoy está vacía, no es solo porque tengamos una escasa natalidad o jóvenes que deciden abandonar el entorno rural en busca de mejores oportunidades, sino porque los procesos de concentración industrial llevan más de un siglo y medio enfrentando los intereses del campo y la ciudad. Desde este punto de vista, no puede extrañarnos que el diputado de Teruel Existe, Tomás Guitarte, le espetara a Aitor Esteban en un debate televisivo que solo los ricos podían preocuparse de la identidad.

Todo esto me viene bien para recordar un libro de José Ortega y Gasset que, a finales de la década de 1920, antes de proclamarse la II República, recogía una serie de artículos periodísticos con el título de la Redención de las provincias. En dicho libro, una pequeña obra maestra casi desconocida, el filósofo hacía un agudo análisis sobre la destrucción del régimen de la Restauración y la Constitución de 1876. Como se sabe, el problema del sistema canovista es que la clase política de la capital había secuestrado a las provincias, de tal manera que los diputados solo se valían de éstas para comprar su acta de representación a través de los caciques. Lo relevante es que Ortega proponía una descentralización en España de acuerdo al federalismo puramente racional: la única manera de cortar el vínculo entre caciques y diputados era crear grandes comarcas que tuvieran autonomía política garantizada. Es decir, generalizar un modelo federal sin recurrir a dicho adjetivo, dado el desprestigio que tenía como consecuencia del fracaso de la I República.

El texto de Ortega puede confrontarse, como ha apuntado cabalmente Juan José Solozabal, con el pensamiento de Manuel Azaña, recogido en la segunda edición de un libro cuidadosamente editado por el ya desaparecido Eduardo García de Enterría (Tecnos, 2019). En el espléndido prólogo, el administrativista no termina de ver que el que fuera presidente de la II República tuvo una concepción de la autonomía de Cataluña profundamente influenciada por la idea de personalidad histórica, como puede comprobarse en los discursos parlamentarios que llevaron a la aprobación del Estatuto de Autonomía en 1932. Azaña fue, probablemente, el primer político español que comprendió lo que era un Estado constitucional. Sin embargo, en el asunto territorial, su federalismo era quizá más identitario de lo que parece, lejos de la “forma política de la razón” con la que había decidido bautizar a la República en uno de sus famosos mítines antes de la Guerra Civil. Esta concepción se puede ver reflejada en las abundantes cláusulas de integración simbólica que la actual Constitución incorpora cuando trata de reconocer y articular en su interior el contenido del principio de autonomía que corresponde a nacionalidades y regiones (arts. 2, 3, 4, 147 y DA 1ª).

Más de 80 años después seguimos atrapados en la dialéctica Azaña-Ortega. Tenemos un Estado autonómico racionalmente desconcertado: financiación autonómica sin actualizar, escasa cooperación, Senado sin función territorial y distribución de competencias poco transparente. Curiosamente, la medicina que se propone para resolver esta disfuncionalidad es la identidad. Claro que no podemos ser inocentes: la lucha por el reconocimiento de Cataluña, País Vasco y otras regiones ricas es la disculpa para incorporar un federalismo asimétrico que limite la redistribución. Solo los ricos pueden tener identidad, por eso Iceta se ha puesto a contar naciones.

Tengan ustedes felices fiestas.