Conocí a Quim Torra, president de la Particularidad de Cataluña, a mediados de los años noventa del pasado siglo. Él trabajaba en aquellos días en Winterthur, la compañía de seguros, cuyas oficinas centrales en Barcelona se encontraban en el número 10 de la plaza Francesc Macià. Yo acompañaba, en calidad de asesor editorial y experto en diseño, publicidad y marketing, a dos queridos amigos, periodistas, que dirigían una agencia de comunicación y prensa especializada, entre otras cosas, en el mundo de la náutica. Mis amigos eran navegantes consumados, a vela y a motor, y habían ensamblado un sólido proyecto en forma de enciclopedia, vertebrada alrededor del concepto de “seguridad en el mar”, que intentaban vender. Evidentemente no podía haber mejor patrocinador para algo así que una compañía de seguros. La idea había gustado en Winterthur y supuso unas cuantas reuniones. Quim Torra era el responsable de coordinar, de puertas para adentro, el proyecto.

Recuerdo perfectamente, con asombrosa nitidez, la irrupción del señor Torra en la sala de reuniones en la que llevábamos más de veinte minutos esperándole. Entró pisando uvas, con un andar bamboleante, algo macilento, con la camisa blanca arrugada como una persiana en la zona de la cintura, que ya era, en aquellos días, notable en perímetro, y con la frente perlada por una pátina de sudor. Venía con varias carpetas bajo el brazo, resoplando. Era, o transmitía, la perfecta imagen del català atabalat, agobiado, abrumado por las muchas cosas que se trae entre manos. Todas y ninguna. Pronto entendí que su perfil correspondía, parafraseando el título de la película, al de un ejecutivo ejecutor --pero sin el glamur ni el carisma de un Michael Caine, por Dios-- de rango medio, de esos que se pasan todo el día yendo de un piso al otro, metiendo la nariz en todos los corrillos, moviendo papeles, informes y proyectos, revoloteando en todas partes, incluso en donde no le llaman, y que pierden el culo cuando les requieren con urgencia desde la “planta noble”.

En esa, y en otras dos o tres reuniones posteriores, llegué a trazar un perfil psicológico del personaje, porque resultaba, créanme, sumamente peculiar, divertido, caricaturizable, por estar a medio camino entre el estereotipo de catalán urbano, discreto y aburguesado, y el catalán de pueblo, el català emprenyat, cabreado, contrariado, de modales y formas rústicas y campechanas a un tiempo. Siempre me ha apasionado el estudio de la gestualidad, de la fisonomía, de los fenotipos. Y Quim Torra era un espectáculo en sí mismo. Tenía, evidentemente, más pelo que ahora, pero esencialmente ha cambiado poco, poquísimo --actualmente está algo más delgado, porque recorre autopistas amunt i avall protestando contra el Tribunal Supremo y el Estado--; las líneas que cual jambas flanquean la boca, desde la nariz, ya se desplomaban entonces en declarada apatía existencial; sus labios se arqueaban en abierta derrota apuntando al Tártaro infernal en el que muere cualquier conato de alegría o felicidad; nunca reía y casi nunca sonreía, apenas daba imperceptibles golpecitos de cabeza y elevaba unos milímetros la comisura de los labios cuando se suscitaba alguna broma a colación de lo que se hablaba; sus ojos eran huidizos, esquivos, jamás se posaban en el interlocutor más allá del barrido rápido que busca evitar el encontronazo cómplice de las miradas, en clara muestra de inseguridad, recelo, o timidez.

Juraría que sabía mucho de seguros, porque ya llevaba siete u ocho años en la compañía, pero lo desconocía todo sobre creatividad, diseño, posicionamiento de producto y marketing; le preocupaban, sobre todo, las cuestiones técnicas: los presupuestos, fechas de cierre, entregas y control de tiempos. De hecho estaba allí como podría estar al final de una línea de producción industrial, estampando sello y firma de visto bueno a un stock o a una unidad recién ensamblada. Lo más destacable de su forma de estar, de su presencia, y eso era sumamente perceptible, era el supino aburrimiento que le generaba el trabajo que efectuaba. Nadie podría jurar que era feliz. No había entusiasmo alguno en él. Hablaba con un hilo de voz fina, cantarina, pero monocorde, exenta de emoción. Solo le faltaba una nube negra, dos relámpagos y un aguacero descargando sobre su cabeza a pleno sol. Gris, abúlico, rozando lo cenizo, Quim Torra era la alegría de la huerta personificada, el arquetipo del català apàtic i desencantat con su trabajo y acaso también con su vida privada…

¡Qué poco podía yo imaginar, en aquellos tediosos encuentros de trabajo, que en su interior latía con fuerza el corazón de un català èpic; el del heroico capitán de uno de los batallones de La Coronela, que sable en mano defendía, entre el fragor de la artillería y el silbido de los bolaños, torres, adarves y poternas durante el asedio de Barcelona en 1714!

Nunca volví a saber más de él tras aquellas sesiones. Cuando le vi tomar posesión de su cargo, tras las elecciones de diciembre de 2017, me quedé desconcertado; supe que le conocía, que su recuerdo formaba parte de la infinita galería de rostros que se acumulan a lo largo de la vida. Pero no logré ubicarle ni en el tiempo ni en el espacio por mucho que me devané los sesos. Normal. Habían pasado veintitrés años. Fueron mis viejos amigos los que unos meses más tarde, hablando durante una comida de sus repugnantes comentarios genéticos e hispanófobos, me dieron la clave: “¿Pero no te acuerdas de él? Claro que sí, hombre, Quim Torra, el de Winterthur; que siempre nos soltaba al entrar un… ‘com ho tenim això, nois’?”

Les aseguro que al instante pegué un brinco en la silla y me brotó de las tripas un exabrupto soez más liberador que el ¡eureka! de Arquímedes de Siracusa resolviendo el problema de la corona de oro de Hierón mientras se bañaba en su tina. Mi cerebro se iluminó. Me quedé un largo rato en silencio, perplejo, instalado entre el espanto y la maravilla, y luego, volviendo a ser el guasón que suelo ser, solté con sonrisa malévola y tono irónico: “Todo fanático supremacista sumergido en el fluido de un procés festivo y muy fascista, experimenta un empuje vertical, que lo impulsa hasta el techo de su incapacidad competencial, igual al peso del enajenado que desaloja y huye a Waterloo en un maletero…”. La risotada que suscitó mi parida en aquella animada sobremesa es de las que marcan época. Aún nos reímos al recordarlo.

Y esos son, queridos lectores, mis recuerdos de Quim Torra, ese presidente inútil que no gobierna; ese vicario que calienta sillas de despacho en ausencia de su amo; esa mano que mece la cuna de los CDR, los Tsunamis y todos los desmanes habidos y por haber; ese político para el que un 55% de la ciudadanía catalana no existe ni existirá; ese partisano que se dedica en Twitter a publicar animaladas de juzgado de guardia acerca del martirio y la sangre que debería verterse --según preconiza algún reputado teórico de la desobediencia civil-- en aras de materializar la independencia y la republiqueta de merda de unos cuantos…

Y es que a lo largo de la historia se confirma que no hay nada más peligroso que el hecho de que seres moralmente reprobables, diletantes, grises y anodinos, tremendamente mediocres e infelices, como Artur Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra, alcancen el poder, liberando al psicópata indiferente, ególatra y resentido que llevan dentro, a ese català messiànic que, arrogándose el falso mandato de todo un pueblo, lo desgarra en su tejido social y lo conduce hasta las mismas puertas de la confrontación y el caos.