Hubo un tiempo en el que rectificar era de sabios. Así lo expresaba el dicho popular para intentar reflejar que la mudanza de criterio o reconocer el error no era sinónimo de debilidad, sino más bien una expresión de fortaleza. Tan sólido resultaba mantener los puntos de vista o las opiniones como lo era aceptar nuestra condición falible como humanos y blandiendo públicamente que la verdad o el acierto podían estar más bien del otro lado. En cambio, en los últimos tiempos parece haberse impuesto la pulsión contraria. Se trata de mantener posiciones, aunque aparentemente los hechos o los datos las invaliden. En la era de la posverdad, como todo es puramente lenguaje, impera el negar las evidencias y no se debe rectificar en ningún caso, jamás.

Ahora las verdades han dejado de ser sólidas y los atrapados, al menos aparentemente en la mentira, argumentan disponer de “verdades alternativas”, un concepto bastante extraño al que ha recurrido más de una vez Donald Trump para sostener afirmaciones absurdas e injustificables. El racionalismo cartesiano parece haber pasado a mejor vida, sea cual sea el ámbito de actividad al que nos refiramos. Cuando la crisis económica del 2008 estalló con virulencia y resultó que la interdependencia de las instituciones financieras no las había convertido en sólidas e indestructibles, como se nos decía, a alguien como el presidente de la Reserva Federal de EEUU, Alan Greenspan, no se le ocurrió otra cosa que decir que los modelos estadísticos sobre el que descansaba todo era imposible que estuvieran errados; que era como decir que quien se equivocaba era la realidad.

En las redes sociales se acepta que cualquier se pronuncie con la arrogancia, la falta de tacto y con el máximo atrevimiento que permiten buenos niveles de ignorancia. Se puede insultar, descalificar o afirmar cualquier brutalidad. Decía el refrán castellano, “que más vale callar y pasar por tonto, que hablar y despejar la duda”. Ahora lo que se lleva justamente es “despejar la duda”. Lo que no se consiente de ninguna manera es que se acabe admitiendo que uno se ha equivocado. La manada digital se echa encima como si de una presa se tratara, sin compasión, de aquel que osa tener el atrevimiento de aceptar un error, sufriendo todo tipo de improperios y bajezas por la osadía en expresar duda o debilidad. Sólo hay algo que todavía encrespa más a los profesionales del linchamiento en las redes, que es que alguien no sólo reconozca estar equivocado, sino que encima pida disculpas. Se considera una mezcla de debilidad con dosis de arrogancia que resulta del todo condenable.

La política actual resulta un choque constante de testosterona argumentativa, donde lo importante no es disponer y demostrar unas ciertas dosis de certeza, sino simplemente de sostener la proposición formulada aunque acabe por resultar ridícula ante las evidencias. El marketing político actual ha desterrado cualquier aproximación al contrincante, la aceptación de cualquier espacio de relatividad o de zona gris. En ningún caso se puede doblar la rodilla en el razonamiento, no se puede poner cara de derrota. Hay que repetir los “mantras” establecidos, aunque racionalmente no se sostengan. No hay discusión posible, y menos diálogo y transacción. Se trata de suplir la conversación por monólogos ya sean estos expresados de manera sucesiva o, mejor aún, de manera simultánea.

La política catalana resulta en esto extraordinaria. Con el proceso independentista, nadie ha hecho lo que decía que haría, pero a la parroquia se le dice que sí se ha hecho y esta aplaude enfervorizada. Paralelamente, en otro escenario, se afirma todo lo contrario, mientras se nos relata que lo que se dice siempre es lo mismo, cuando resulta obvio que no es así. Saben que mienten los que hacen la afirmación y los que los escuchan, pero ni unos ni otros están dispuestos a verbalizarlo, aceptar el error. Rectificar no es una opción. Si lo hicieran serían acusados de traición a la patria y de cobardía. Los oyentes, aunque conocen la verdad, no quieren de ninguna manera que esta se exprese de manera formal, porque de golpe se desharía el hechizo. Ha terminado por resultar más cómodo para todos los que participan instalarse en la falacia y el engaño, construyendo no tanto “estructuras de Estado” como viviendas adosadas en el mundo de la irrealidad.