Algunos, pocos, y entre esos pocos destaca Miquel Iceta, han tenido el laudable coraje moral, que les honra, de hablar de reconciliación en la situación política altamente crispada a la que los independentistas nos han abocado. Habrá otras responsabilidades, pero los independentistas son los culpables primarios del grave deterioro actual.

Todavía no somos plenamente conscientes del enorme daño causado por los delirios y las prácticas de los dirigentes del independentismo, tanto en el orden material como --y no menos importante-- en el orden moral. En el mundo competitivo a escala global de hoy cuenta mucho la imagen de un país --habrán hundido la marca Cataluña por tiempo--, formada de prestigio, calidad, seriedad, seguridad, estabilidad... Buena parte de tales componentes se ha ido al carajo absurdamente, por nada, o, si se quiere, por una fatal sandez.

Tienen que pagar por todo ello, penalmente, si los tribunales determinan que sus actos fueron constitutivos de delito, y, de entrada, electoralmente. Se hace insoportable la idea de que nos encontremos ante un posible "más de lo mismo". Las mismas mentiras, manipulaciones, tergiversaciones, falsedades, más las nuevas que se les ocurra inventar; el mismo desgobierno; la misma radio y televisión fabricando intoxicación; los mismos despropósitos de las autoridades de la Generalitat, incluso aumentados, si cabe. Basta echar una ojeada al folleto de propaganda electoral de ERC para percibir que estamos de nuevo ante lo mismo. Otra mayoría parlamentaria de los independentistas comportaría una catástrofe gravísima para Cataluña, la repetición de una etapa infausta.

Buena gente de verdad --no la de la beata invocación de Junqueras-- puede pensar que después del estrepitoso fracaso de la "hoja de ruta" los secesionistas no volverían a las andadas. ¡Pero si no han abandonado ni por un instante sus malos hábitos políticos, su lenguaje distorsionado, embustero y embaucador! Escuchar las insultantes peroratas de Carles Puigdemont cómodamente instalado en Bruselas, o las obsesiones de Marta Rovira  sobre el fascismo --que ignora lo que fue-- o sobre la supuesta demofobia del Estado --que sigue ignorando qué es--, confirma que están en las mismas andadas de siempre.

La iniciativa de Iceta sobre la reconciliación no es ni una debilidad ni una concesión pródiga a los independentistas, sino una muestra de valor personal y de visión política de estadista

En ese contexto la iniciativa de Iceta sobre la reconciliación no es ni una debilidad ni una concesión pródiga a los independentistas, sino una muestra de valor personal y de visión política de estadista. Porque sin un intento de reconciliación habrá más producción de odio, más resentimiento enquistado, más fractura entre catalanes y de catalanes con el resto de los españoles. No nos lo podemos permitir. En el fondo la reconciliación es una necesidad inevitable. El mérito de Iceta es haberla identificado como tal y proponerla arrostrando la incomprensión (interesada) de muchos.

Intentar la reconciliación requerirá aquellas virtudes de las que hablaba Bertolt Brecht para escribir la verdad en tiempos del fascismo (real): coraje, inteligencia, arte, juicio y astucia. ¿Dificultades? Todas, y algunas más. Para empezar los dirigentes independentistas no han pronunciado ni una sola vez la palabra reconciliación. Imbuidos de una pretendida razón histórica, ¿para qué y con quién iban a reconciliarse? Sólo se ven como vencedores, aunque hasta ahora hayan ido de derrota en derrota.

Y además, si pasan por un momento de lucidez, la temen. La reconciliación es un sentimiento noble, una emoción positiva: es volver a tener buenas relaciones quienes estaban enfadados o enemistados. Seguro que muchos miles de partidarios sobrevenidos de la independencia, conscientes ya del engaño, podrán encontrar en la reconciliación una salida digna, confortante y patriótica a la situación creada. Ganarlos para la reconciliación significará que otros los pierden para el odio y el resentimiento.