Se acercan a marchas forzadas los días para los cuales Puigdemont se ha estado preparando desde que tiene uso de razón --si tal cosa es atribuible al inquilino del 34 de la Avenue de l'Avocat en Waterloo--, mientras él y su cohorte esperan con trepidación incontenible el momento de su segunda venida en loor de espectadores, que presuntamente, verán así al fin cumplida la profecia de Pujols, y lo tendrán todo pagado, destrozos urbanos incluidos. Abundan, nos dicen, los signos que lo auguran, especialmente en la cresta de Montserrat, que apareció iluminada en el mejor estilo de un club de alterne de carretera nacional.

Aunque ignoramos qué recorrido tendrá el camino de Emaús del ausente Puigdemont, sabemos, gracias al fast-book que pergeñó el pasado junio a instancias de su editora, que pasa por llamar a la confrontación desde la comodidad de su sofá belga, esperando quizás que esta vez, entre oleada y oleada, más que un tuerto, haya algún muerto con el que poder desbordar al Estado español. Torra y Paluzie ya se han puesto a calentar en la banda, aprovechando que el Pisuerga pasa por el Supremo, conscientes de que la moral de la tropa ya no es lo que era, y sabedores de la necesidad de proyectar las tensiones internas hacia otro lado, lo más al oeste del río Ebro que se pueda. Empero, si hay dos cualidades que las organizaciones separatistas han demostrado tener en cantidades muy modestas, son sagacidad política y presciencia, y bien pudiera ser que las expectativas que con tanta abnegación han inflado desde el inicio del juicio a los consellers, acaben deshinchándose si los procesados, habiendo ya cumplido dos años de prisión preventiva, acaban recibiendo una condena de seis años por delitos de conspiración, según lo recogido en el artículo 477 del Código Penal, tal y como sugieren algunos expertos en derecho.

Es, sin embargo, también posible que los dioses castiguen a Puigdemont concediéndole lo que desea, porque, como dejó escrito Muñoz Seca, si el no llegar da dolor, el pasarse es peor. Y lo peor para la causa separatista sería morir de éxito al azuzar una confrontación no sólo entre ellos mismos --Junqueras no parece estar por la labor de dejarse llevar por el venteo divino de Puigdemont--, sino entre unos catalanes y otros, lo que a la postre cancelaría toda posibilidad de un aterrizaje suave del conflicto, condenando a los catalanes a sustituir la política con el activismo durante una generación, y acelerando el declive comparativo de la región, para mayor regocijo de Díaz Ayuso.

No parece ser esta causa de mucha inquietud para el hombre de Waterloo, y aún menos para su grisáceo homúnculo en el Palau de la Generalitat. Puigdemont nunca pierde la ocasión de equivocarse, en un claro ejemplo de esa terquedad descrita por Clausewitz, consistente en hacer gala de una incansable pulsión por autogratificarse a cualquier precio. Esto le lleva además a caer con frecuencia en una impertinencia que no ha pasado inadvertida para el PNV, que, a diferencia del lóbrego señor Torra, hace años que descubrió que se pueden recoger nueces sin tener que animar a los CDR a que aprieten.

Se avecinan tiempos interesantes para los reporteros gráficos y los pescadores en río revuelto, pero para casi nadie más. El mundo nos volverá a mirar este octubre, con el morbo añadido de las elecciones generales en ciernes, que serán un aliciente para la sobreactuación colectiva, y que presumiblemente oscilará entre rasgarse las vestiduras y lanzar coctéles Molotov, pasando, tal vez, por alguna que otra vigilia monástica bendecida por la reconfortante presencia del clan Pujol.

Cuando más necesario sería hacer una pausa para reconducir la situación, más probable parece ser que estemos abocados a un escenario caótico que enquistará Cataluña en una rebeldía tan fútil como obsesiva, más propia de un capitán Ahab de opereta que de políticos en sus cabales. Lo cierto es que Cataluña es demasiado pequeña para tanta epopeya, y cuesta ver qué ganarán los señores Torra y Puigdemont induciendo una reacción espasmódica cuyos efectos son incapaces de prever, no digamos ya de controlar. Pero lo que está meridianamente claro es lo que perderíamos todos los demás.