Es difícil sobreponerse a la grandeza cuando esta excede los límites de lo imaginable. Y es difícil tanto para quienes la disfrutan como para quienes la sufren. El precio de las gestas imposibles es quedarse a vivir durante no se sabe cuánto en ese momento excepcional que dinamita todo intento de racionalización. El madridismo todavía no se había repuesto emocionalmente de aquel minuto en que se dio la vuelta a la eliminatoria contra el PSG cuando el equipo, esta vez contra el Manchester City de Guardiola, generó otro minuto inexplicable que, sin embargo, explicaba a la perfección lo que encarna el club.

Esos minutos de trance que se repiten en diferentes escenarios y circunstancias son un nódulo que aglutina el significado y la historia de un club irrepetible. En uno de esos arrebatos del equipo que adoptan la forma de algo inminente e inexorable y que contradicen toda intuición previa recuerdo haberme hecho madridista: tenía yo cinco años y el Madrid le daba la vuelta al gol inicial del Barcelona en el Bernabéu en apenas tres minutos. Corría la temporada 85-86 y el partido acabaría 3-1. Y recuerdo con nitidez aquella especie de júbilo liberador que advertí en mis padres y mis tíos mientras veíamos el partido en casa de mis abuelos y que me acabó contagiando una pasión irrenunciable desde aquel preciso momento. El mismo estupor extasiado de mi hijo mayor en la remontada contra el PSG: que no entendía nada y que sentía algo muy extraño, me decía.

¿Y de qué está hecha esa sustancia de lo inefable? Los madridistas catalanes sabemos con qué denuedo se ha intentado menospreciar el mérito del Real Madrid: que si el equipo de Franco, que si la suerte, que si los árbitros, que si la falta de modelo, que si el mal juego, que si la ausencia de valores, siempre en contraposición con la pretendida excelencia moral y futbolística del Barcelona. Y siempre, de fondo, el tufo nacionalista: hace unos días, Toni Clapés, en el Mundo Deportivo, se burlaba del nombre de algunos jugadores del Madrid, asegurando que parecían nombres de estrellas de reguetón. Ni tan mal: hace unos años, en TV3, la televisión pública que también sufragamos los madridistas catalanes, se los comparó con hienas.

Pero el Real Madrid nunca ha pretendido ser, como otros, el ejército no armado de una supuesta nación milenaria. El Real Madrid nunca ha tenido nada que ver con el narcisismo de la diferencia del que se nutre el identitarismo xenófobo. Porque la vocación del Madrid siempre ha sido universal. Eso ni siquiera lo han entendido esos madridistas que, por ejemplo, han recriminado siempre a Gareth Bale no haber hablado nunca en español. Bale habló el lenguaje universal del madridismo con su carrera portentosa en Mestalla o con su escorzo imposible en Kiev, rebelándose en un caso contra el Barça de Messi, Xavi e Iniesta, y, en el otro, contra la frustración de su suplencia en una final de la Champions League. Ahí es nada. No, el Madrid no pretende ser el ejército no armado de ninguna supuesta nación milenaria ni exige adhesiones patrioteras. El Madrid se ha construido sobre una estirpe de jugadores únicos caracterizados, más allá del talento, por su voluntad inquebrantable de oponerse a las adversidades.

El Real Madrid es la estirpe de los rebeldes. Esa es su verdadera identidad: la rebeldía contra lo establecido, contra lo previsible, contra la lógica, contra la estadística, contra el algoritmo que le daba al equipo un 1% de probabilidades de pasar la última eliminatoria justo antes de que se produjera un nuevo minuto inexplicable. La rebeldía, nada menos, contra la inexorabilidad del destino. Y eso es el Real Madrid: un Segismundo moderno que se rebela contra la disposición de los astros, la concreción del principio de incertidumbre de Heisenberg, la certeza de que no hay certezas, la certificación de la esperanza o del libre albedrío, la encarnación, en definitiva, de aquello que nos permite seguir viviendo con la intensidad de lo impredecible porque podemos continuar creyendo que no todo está decidido desde siempre.