Hace poco leí en la prensa americana una entrevista al responsable de actividades culturales (cultural curator) de la biblioteca pública de Brooklyn, un tipo muy interesante llamado László Jakab Orsós. Originario de Hungría, Orsós, que tiene 57 años, llegó por primera vez a Nueva York con 20 para estudiar inglés y después volvió a Budapest para continuar con su vida como guionista, profesor universitario y crítico de restaurante. Pero, al llegar a los 40 años, tuvo una crisis y decidió que lo dejaba todo para irse a vivir a esa ciudad que tanto le había gustado de joven.

“Con 40 años empiezas a replantearte tu vida. ¿Por qué me fui de Hungría? Por aburrimiento. Quería ver cómo me las apañaría en un entorno más grande”, explicó Orsós a The New Yorker.

Ya de entrada me cayó bien. Buena parte de mis amigos, yo incluida, hemos vivido una crisis similar al cumplir los 40. Por un lado, están los que se replantean su vida después de más de 20 años haciendo lo mismo. ¿De verdad quiero seguir siendo directiva de márketing? ¿Periodista? ¿Trabajar en la empresa familiar? ¿No quería yo dedicarme a la vela, montar una sala de yoga, un taller de pintura, vivir en el extranjero? Son pocos los que —atrapados por su situación familiar, niños que mantener y hipotecas que pagar— se atreven a dar el salto. Pero algunos lo hacen, como mi amiga María, que ha decidido irse a vivir un año a Australia con su marido e hijos porque en Barcelona se aburre y quiere que sus hijos conozcan otras realidades. O mi amiga Marta, que al perder su empleo de abogada en una oenegé, decidió irse a vivir al Pirineo y gestionar su propio negocio.

Por otro lado, están los que disfrutan de su trabajo, y durante todo este tiempo han estado viviendo persiguiendo sus sueños, pero ahora empiezan a tener que asumir que no llegarán al gran sueño que se habían propuesto (ser cantante famosa, ganar un Pulitzer, trabajar en la ONU...). Y no pasa nada. Supongo que la crisis se termina cuando uno logra “dejar ir” y empezar a disfrutar de lo que ya ha conseguido hasta ahora, pero no es nada fácil.

Volviendo a Orsós, la jugada le salió bien: en Nueva York trabajó  primero como diplomático, luego como director de un festival internacional de literatura, para acabar siendo cultural curator de 10 bibliotecas públicas de Brooklyn. Y ahora lo entrevistan porque ha tenido una idea muy original: que las bibliotecas susurren poesía y discursos políticos a través de unos altavoces que dan a la calle, “para que los transeúntes disfruten e ignoren, recuerden y olviden”. A los que se pasean con auriculares, Orsós dice que ellos se lo pierden: “Yo, a la gente que va por la calle con auriculares, los llamo robots. Y me dan mucho miedo. No son humanos. Es raro”, dice.

Y no puedo estar más de acuerdo. Sin ánimo de ofender a ningún lector, siempre me ha parecido rara la gente que se enchufa los cascos para ir por la calle, sea para hablar por teléfono o para escuchar música. Es como si quisieran desconectarse de la realidad que los rodea, del placer de los pequeños ruidos cotidianos: un niño que llora, un perro que ladra, un abuelo abroncando a un adolescente en patinete, dos madres en plena crisis de los 40 riéndose a carcajadas de sus aburridas vidas cotidianas.