El independentismo político y mediático había repetido hasta la saciedad que en el juicio al procés en el Tribunal Supremo todo estaba decidido de antemano, que la sentencia estaba dictada y redactada, porque ya se sabe que España es un Estado autoritario en el que no hay separación de poderes, etcétera, etcétera. Este discurso, sin embargo, viró 180 grados desde que se inició la vista y empezaron los interrogatorios a los procesados. Entonces, el independentismo cambió de mantra y pasó de decir “la sentencia está dictada” a “vamos ganando”.

Según el nuevo relato, tanto si las defensas eran estrictamente jurídicas y técnicas –la de Joaquim Forn, por ejemplo— como si eran políticas –Oriol Junqueras, Raül Romeva— o mixtas –los Jordis--, siempre los acusados tumbaban a los fiscales y a la abogada del Estado, y se contaban por decenas los zascas que los pobres servidores del Estado tenían que encajar fruto de su incompetencia y de la perspicacia de los interrogados.

En la jornada final de interrogatorios a los procesados, protagonizada por Carme Forcadell y Jordi Cuixart, se escenificó otro de los contrastes de este juicio: quienes se defienden, con todo derecho, negándolo todo, incluso aquello de lo que hace un año se vanagloriaban, y quienes asumen su actuación con todas sus consecuencias. En este sentido, quizá en consonancia con su declaración de que no era político y, por tanto, se negaba a las componendas propias del oficio, Cuixart fue el acusado –o el único— que más claramente asumió que había desobedecido y reivindicó el 1-O como un acto de “desobediencia civil”. Aun sin quererlo, su defensa se convritió, de todas fromas, en una de las más políticas.

La autoconvicción de que los procesados van ganado el juicio empezó a quebrarse con la apertura de la prueba testifical. Una fase, por cierto, en la que algunas comparecencias resultan inútiles. ¿Qué pueden aportar al proceso penal testigos como Joan Tardà, Gabriel Rufián, Albano Dante-Fachín o los exdiputados de la CUP Antonio Baños y Eulàlia Reguant, que, como se pudo comprobar, se dedicaron a montar el número? El único objetivo de las defensas y de la acusación popular de Vox parece ser el de convertir la prueba testifical en una sucesión de mítines políticos y en un espectáculo televisivo. Afortunadamente, el presidente del Tribunal, Manuel Marchena, está allí para tratar de impedirlo.

Incluso testimonios en principio tan relevantes como los de Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría y el exministro del Interior Juan Ignacio Zoido aportaron poco a la causa, por sus evasivas, sus afirmaciones de que desconocían hechos concretos o sus asombrosas pérdidas de memoria. Rajoy hizo de Rajoy, Soraya actuó como política y abogada del Estado a la vez, con una permanente sonrisa entre condescendiente y cínica,  y Zoido corroboró ante el tribunal la incompetencia que demostró durante los hechos de octubre.

Es cierto que los fiscales han demostrado que se saben poco el papel y han cometido errores de principiantes, pero ha habido también diferencias entre ellos. Javier Zaragoza ha sido el más solvente y la prestación de la exfiscal general del Estado Consuelo Madrigal ha sido muy desigual. Dubitativa frente a los procesados, remontó en el interrogatorio a Zoido, a quien condujo a lanzar una verdadera requisitoria contra los Mossos, a los que el testigo acusó de inacción, pasividad, simulación, despliegue insuficiente y falta de colaboración. Zoido descargó sus responsabilidades por la violencia policial en el 1-O en los mandos operativos de la Policía Nacional y la Guardia Civil, lo que es increíble, tanto como las sucesivas negaciones de que los Mossos recibieran instrucciones políticas para actuar –o no actuar—como lo hicieron.

La declaración de Zoido, pese a sus titubeos, negativas y desconocimientos, no fue nada favorable a los Mossos, como tampoco lo fue, en el plano político, sin relevancia penal, el relato detallado del lendakari Íñigo Urkullu para el expresident Carles Puigdemont. El mediador Urkullu afirmó que ni Rajoy quería aplicar el artículo 155 ni Puigdemont la DUI, pero responsabilizó al presidente de la Generalitat, incapaz de soportar la presión de la calle y de su partido, de la ruptura del acuerdo para convocar elecciones y evitar todo lo que sucedió después. Urkullu ha sido hasta ahora el mejor testigo.