“Chiringuitos”, “playa”, “tatuajes”, “ir a hacer el vermú”, “pasear a mi perro”, “barbacoa”... Una de las cosas que más me fascinan de Tinder es descubrir las aficiones que ponen algunos hombres en sus perfiles. ¿Desde cuándo ir a hacer el vermú es una afición? Triste y desconsoladamente, voy deslizando el dedo por la pantalla hacia la izquierda, hasta que la suerte me regala de pronto un perfil donde leo alguna afición más normal, como “leer”, “tenis”, “salidas a la naturaleza”, “fútbol”, “exposiciones”.

El lunes, por fin, hice match con alguien de mi edad que aseguraba ser amante de los libros, la música y la jardinería –hasta aquí bien— y lo primero que me preguntó fue: “¿Te gusta leer y escribir?”. “Sí”. “¿Pero lees literatura?”.

Su pregunta me pareció un poco de sobrado, pero le seguí el juego: puestos a vacilar, no hay nadie que me gane. Le respondí que yo tengo un gusto muy variado –clásicos, crónica periodística, novela contemporánea— y que además leo en inglés y francés. “Uau, ojalá pudiera leer en inglés”. Andrea, 1-señor de Tinder, 0.

Luego admití que no soy para nada una lectora intelectual (por ahora no he podido ni con Proust, ni con el Ulises de Joyce), pero soy curiosa y compro muchos libros por impulso, especialmente cuando leo una reseña interesante en la prensa anglosajona, como ocurrió con el que acabo de leerme ahora: All the Beauty in the World (Simon & Schuster, Feb 2023), de Patrick Bringley.

Escrito en primera persona, el protagonista es el propio autor, un joven estadounidense de 25 años que trabaja en Márketing en la prestigiosa revista The New Yorker cuando su hermano, dos años mayor que él, muere de un cáncer terminal (el funeral coincide con el día que iba a casarse). Traumado por la pérdida de su hermano, Bringley decide abandonar su prometedora carrera en The New Yorker y buscar el trabajo más simple posible para escapar del ajetreo de la vida cotidiana y estar en paz consigo mismo. Enseguida lo tiene claro: se hará guarda de seguridad del Metropolitan Museum de Nueva York, un lugar lleno de belleza que le trae buenos recuerdos de infancia.

Después de 10 años trabajando de guarda en el Met, Bringley ha decidido publicar este libro, mezcla de diario personal y reflexiones sobre sobre historia del arte, para contarnos la experiencia. Una experiencia que, de entrada, puede parecer aburrida y frustrante para cualquier joven con un nivel educativo alto y todas las aspiraciones de la sociedad occidental metidas en la cabeza.

“Dejé un empleo de oficina de alto nivel donde me decían que 'iba a llegar lejos' por un trabajo en el que estaba feliz de no ir a ninguna parte”, escribe. Más adelante reflexiona: “Acababa de perder a alguien. No quería seguir adelante. De hecho, no quería moverme en absoluto”.

Para Bringley, las horas que se pasa quieto en una sala, rodeado de cuadros, estatuas y objetos decorativos de distintas épocas, son una oportunidad única para apreciar el arte y aprender de él. También son una oportunidad única para observar a la gente. Desde un grupo de alumnos de secundaria a un grupo de turistas chinos o una pareja de enamorados, Bringley se entretiene analizando y clasificando a los visitantes del museo. Por un lado están los verdaderos amantes del arte (Art Lovers), gente que ha viajado expresamente a Nueva York para visitar una exposición en el Met. Suele ser una “persona tranquila, de mirada atenta”, “su cara no se mueve mucho, pero su mente se agita furiosamente mientras recorre las galerías como una tortuga entre liebres”, escribe. Después están los amantes del Met (Met Lovers), ciudadanos de Nueva York, para quienes el museo es una especie de templo secular que han visitado toda su vida y “ahora entran sin pagar con la tarjeta de socio del museo”. Finalmente están los tortolitos (Lovebirds), “que revolotean por las galerías, posándose en espacios donde los silencios no resultan incómodos y las emociones fuertes se sienten naturales” .

Pero quizás lo que más sorprende a Bringley de su nuevo trabajo es que entre sus compañeros haya perfiles tan diversos: desde refugiados políticos a músicos, víctimas de los despidos masivos de 2008, soñadores o inmigrantes con estudios que al llegar a Nueva York tienen que ganarse la vida como sea. “La gloria de los llamados empleos no cualificados es que en ellos trabajan personas con una fantástica variedad de cualificaciones y antecedentes. Los empleos cualificados, en cambio, agrupan a personas de formación e intereses similares, de modo que la mayoría de tus compañeros de trabajo tendrán talentos y mentes algo parecidos”.

PD. Mi Tinder no prosperó.