El 10 de febrero de 2012, el gobierno del PP modificó sustancialmente las normas reguladoras de las relaciones laborales entre empresarios y trabajadores. Legisló a favor de los primeros y en contra de los segundos con el objetivo de establecer un modelo económico basado esencialmente en el mantenimiento de unos bajos salarios.

El riguroso control de los costes laborales buscaba incrementar la competitividad de las empresas españolas, aumentar sus exportaciones y convertir a estas en un gran impulsor del PIB. El modelo constituía un regreso al pasado, pues sus principales directrices eran similares a las adoptadas por la dictadura franquista durante la década de los 60.

En términos macroeconómicos, la estrategia tuvo éxito. En 2012, España consiguió el primer superávit exterior desde 1998, dos años después el país salió de la crisis y entre 2014 y 2018, con la inestimable ayuda de la nueva política monetaria del BCE, consiguió crecer en mayor medida que la zona euro (14,2% versus 11,2%).

Unos buenos resultados que no llegaron a numerosas familias. La reforma del mercado de trabajo del PP extendió la precariedad laboral, llevó a la pobreza a un significativo número de asalariados a tiempo completo y contribuyó decisivamente a que en 2017 la aportación de las rentas salariales al PIB alcanzara su mínimo histórico (45,1%). A pesar de la recuperación económica, entre 2012 y 18 el poder adquisitivo de los salarios disminuyó un 1,3%.

Las perjudiciales repercusiones sobre el bienestar de los trabajadores de la legislación creada por el partido conservador hacen imprescindible la realización por parte de un gobierno de izquierdas de una contrarreforma laboral. Sus principales logros deberían ser:

1) Una mayor estabilidad en el empleo. Para conseguirla, la nueva norma debería limitar la contratación de trabajadores temporales. Podría establecer una cuota máxima por compañía (un 15% en las de más de 10 trabajadores), convertir en fijos discontinuos a los que trabajan en firmas cuya actividad incrementa notablemente durante una parte del año y eliminar el contrato de obra y servicio. Este último es uno de los más utilizados por las empresas constructoras y las subcontratistas.

En las últimas tres décadas, las compañías han abusado de la contratación temporal. El principal motivo es la menor indemnización por despido pagada al asalariado (12 días por año trabajado). Una actuación que en 2020 hizo de nuestro país el líder de la Unión Europea (UE) en porcentaje de asalariados eventuales (20,1%), una cifra que casi duplica la de la UE (10,5%).

Una mayor estabilidad en el empleo generaría un mayor compromiso de los trabajadores con su compañía, esta dedicaría más recursos a su formación y el resultado sería un incremento de la productividad. En este caso, el aumento de la competitividad se lograría por la buena senda, en lugar de por la contraproducente (mantenimiento de bajos salarios).

2) Mayores subidas salariales. Con dicha finalidad, es indispensable devolver la primacía a los convenios sectoriales sobre los de empresa, únicamente permitir saltársela en casos muy concretos (pérdidas durante más de un año) y el retorno de la ultraactividad.

En los convenios sectoriales, antes de su firma, las patronales se aseguran el apoyo de las grandes empresas al texto acordado con los sindicatos. En numerosas ocasiones, las pequeñas están disconformes con el resultado de la negociación, pues les parece perjudicial para ellas y excesivamente beneficioso para los trabajadores.

No obstante, no les queda más remedio que aplicarlo. De esta manera, los empleados de las pymes consiguen una mayor subida salarial, un inferior número de horas trabajadas anualmente o más facilidades para conciliar la vida familiar y laboral que si ellos hubieran negociado directamente con la dirección de la firma.

La ultraactividad comporta la vigencia de un convenio hasta la firma de uno nuevo. Para lograr este, la anterior disposición lleva a las dos partes negociadoras a hacer importantes cesiones. Al eliminar dicha disposición, el PP pretendía que los sindicatos aceptaran la oferta realizada por la empresa, aunque no le resultara satisfactoria. Si no lo hacían, los empleados podrían perder algunos de los logros más destacados obtenidos durante las últimas décadas, si la justicia no impedía que se les aplicara el Estatuto de los Trabajadores.

3) Menores despidos. En las crisis anteriores, el número de parados se disparó al alza. Así, en 1992-94 y 2008-13, la tasa de desempleo aumentó en 7,9 y 17,8 puntos, respectivamente. En la última, pasó del 8,3% al 26,1%. Las principales causas fueron un tejido empresarial formado muchas pequeñas firmas incapaces de sobrevivir debido a su escaso ahorro y el reducido coste de despido de los trabajadores temporales (12 días por año trabajado).

No obstante, en 2020, con una caída del PIB (10,8%) muy superior a la de las crisis previas, la tasa de paro solo aumentó en 1,4 puntos (del 14,1% al 15,5%). Una evolución muy diferente basada principalmente en la masiva aplicación de los ERTE por fuerza mayor, al permitir estos a las compañías mantener su plantilla e incurrir en un escaso o nulo coste.

En una coyuntura normal, si disminuyera la demanda de los productos de una empresa, la anterior medida no tendría sentido. Por tanto, sería conveniente su sustitución por un mecanismo que permitiera mantener la ocupación y repartiera el coste de la operación entre las tres partes: el empleado, la compañía y la Administración. El primero disminuiría su jornada laboral y su salario, pero este proporcionalmente menos que aquella. El segundo asumiría una parte de la remuneración y la tercera el resto.

4) Trabajo de mayor calidad.  La nueva norma debería limitar la subcontratación e impedir que unas empresas delegaran en otras el desarrollo de algunas de sus actividades principales. Si así sucediera, las grandes compañías tendrían más empleados y el salario percibido por ellos sería superior al pagado por las subcontratas.

Al igual que con la contratación temporal, las empresas también han abusado de las subcontrataciones. A veces, un servicio clave, como son las reparaciones de fibra óptica de los clientes de una gran multinacional, es prestado por la tercera subcontrata. En dicho caso, la compañía A delega la prestación en B, esta última y C dan el pase y D lo realiza.

A la primera le interesa la subcontratación porque paga a la segunda menos de lo que lo haría a un empleado suyo. B y C ganan dinero por hacer de intermediarias y D por efectuar el trabajo. Los grandes perjudicados son los trabajadores de la última, pues percibirían un salario más elevado, si una idéntica función la realizaran en la A (la multinacional).

Si la subrogación implica confiar en otras empresas la realización de actividades secundarias, la firma subcontratada debería pagar a sus empleados según lo estipulado en el convenio de la compañía contratante del servicio. Una obligación que supondría un elevado incremento de coste para la última y desincentivaría la delegación.

En definitiva, es imprescindible una contrarreforma laboral, si el gobierno quiere conseguir incrementar la productividad de los trabajadores, estimular la creación de empleo de mayor calidad, disminuir la tasa de desempleo y conseguir una más equitativa distribución de la renta. No obstante, no lo tendrá fácil para conseguirlo.

La gran dificultad está en las condiciones impuestas por la Comisión Europea (CE), quien exige un consenso entre las tres partes (Administración, patronales y sindicatos) sobre las modificaciones de la actual norma. Un requisito que no requirió cuando el PP presentó su reforma laboral mediante un decreto ley.

Si el gobierno satisface a la CE, implícitamente otorgará derecho de veto a la patronal. Si no lo hace, podría peligrar el desembolso de los fondos comprometidos durante los próximos años. Por tanto, la opción más probable es una contrarreforma light. Si así sucede, la mayoría de los anteriores objetivos serán simplemente el deseo de un economista que busca lo mejor para su país. Ojalá me equivoque, pero dudo mucho que lo haga.