Si alguien entiende lo que pasa que nos lo explique. ¡Por favor! Esto es un dislate general incomprensible y estamos a punto de dar un salto cualitativo del hartazgo a la indignación y la revuelta. Tras las elecciones generales de 1982 que dieron la victoria al PSOE, Alfonso Guerra, entonces secretario de organización del partido y siempre ingenioso en sus manifestaciones, dijo aquello de “vamos a dejar este país que no lo va a reconocer ni la madre que lo parió”. Ahora no se reconoce ni a la gente, embozados como si viviésemos en un eterno Motín de Esquilache por la subida del pan. Ahora, te saludan y no sabes quién; te piden limosna y no llevas ni una moneda. ¡Mira que si desaparece el dinero! Es cuestión de creencias. Casi cuarenta años después, Pedro Sánchez promete “crecer de una nueva manera, sobre unos pilares mucho más robustos”. Con menos sol, playa y ladrillo, como por arte de birlibirloque.

Ya lo dijo el clásico: la historia se repite, primero como tragedia, después como farsa. Nunca he tenido claro si “un pesimista es un optimista bien informado” o si “un optimista es un pesimista mal informado”. Antonio Gramsci, acuñó aquello de tener el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad para afrontar las cosas con deseo transformador. Vamos de lío en lío y de sorpresa en sorpresa; es imposible aclararse. Sabíamos o sospechábamos de la tendencia del presidente del Gobierno a la megalomanía, pero ignorábamos su melomanía. Son tiempos para maestros de ceremonias y coreógrafos, más que de expertos en comunicación, y la política como espectáculo. Si la comparecencia en la Puerta del Sol junto a la nueva adalid de la derecha pepera, Isabel Díaz Ayuso, con veinticuatro banderas ya resultó abracadabrante, lo del otro día en la presentación del Plan de Reconstrucción con James Rhodes interpretando al piano “El himno de la alegría” al principio y final de la intervención es inenarrable. La época no es proclive al optimismo, la alegría no abunda y la tristeza sigue siendo el gran pecado de Occidente que decía Chantal Maillard. Las cosas se complican en la vieja Europa. Y en España… pues qué decir.

Vive confinada hasta la paciencia; el mal de muchos es la pandemia y no el consuelo de tontos. Por mucho piano que se ponga, aquí no baila nadie, salvo los números. Es alucinante que científicos piden actualizaciones diarias y “consistentes” de los datos, porque los que se facilitan “son insuficientes para comprender la dinámica de la pandemia y tomar medidas”. Septiembre se cerró con cifras de fallecidos por el virus similares al mes de mayo: un despropósito. Podríamos concluir que a España “entre todos la mataron y ella sola se murió”. 

Tengo la rara sensación de estar gobernados por gentes con menos luces que un barco pirata. Es como si fuésemos prisioneros de una ecuación plagada de incógnitas que nadie es capaz de despejar por sí mismo. Hemos convertido los colegios en un inmenso parking donde aparcar a los niños para que los padres puedan ir a trabajar. Hasta que reviente el sistema, ahora que han bajado las temperaturas y el protocolo educativo establece que las ventanas de las aulas deben estar abiertas “todo el tiempo posible”. Faltan enfermeras, tanto en asistencia primaria como hospitalaria o para las escuelas. Es incomprensible la incapacidad para establecer acuerdos mínimos en temas como sanidad y educación, por no hablar de pensiones o empleo.

Bueno, en realidad, lo del empleo tiene otras variantes. El Gobierno ha desempolvado ahora aquella mítica cifra que da cierto yuyu de los 800.000 empleos del programa del PSOE en 1982. Entonces había cuatro años por delante y una mayoría absoluta socialista aplastante; ahora quedan tres años y una mayoría agónica columpiándose en el trapecio. Se ignora si al presidente se le acabó el orfidal o padece amnesia. Entonces era muy joven --diez añitos—pero podía haberlo leído. Podemos pensar incluso que nos toman por idiotas en sentido aristotélico, del pasota que se ocupa solo de sí mismo y se desentiende de los asuntos comunitarios, del indiferente. Pues va a ser que no. Ya decía Aristóteles que la demagogia es la degeneración de la democracia.

Años después de aquellas elecciones que le dieron 202 diputados, Felipe González admitía que los 800.000 empleos fueron precisamente los que se destruyeron en sus primeros cuatro años de gobierno. “Me callé para siempre --dijo-- porque los empleos los dan los empleadores, no el Estado”. En fin, algo puede ayudar. Pero aquello no lo creyó nadie. Incluso Carlos Solchaga, que fue ministro de Industria y Economía, aseguró también que “nunca me creí aquella promesa”. ¿Hay que creerla ahora? Dicen que la fe mueve montañas, pero esta es muy grande. Lo siento pero soy hombre de poca fe. Y aquí no se salva ni Dios que dijo el poeta. 

Solo faltaban esta semana los tres tenores, es decir, los ex presidentes Más, Puigdemont y Torra entonando desde Perpiñán la cantinela de la mediación internacional en “la represión del Estado hacia Cataluña”. El mismo día en que el rey Felipe VI acompañaba a Pedro Sánchez en Barcelona en un acto al que no asistieron Generalitat ni alcaldesa. Me quedo con el meme que circulaba estos días: “Si una persona dice que llueve y otra que no, tu trabajo como periodista no es darle voz a ambas, sino abrir la puta ventana y ver si está lloviendo”.