Un país entero, o al menos el medio país que lo votaba, aceptó durante décadas el personaje ideado por Jordi Pujol, a pesar de las señales de alarma emitidas por el protagonista durante el largo proceso de construcción de imagen que él mismo dirigió para poder disponer de una mejor posición en la política cuando llegara la democracia. Gracias a esta confianza ciega en el líder, su carrera política pudo superar sin mayores dificultades algunos deslices imperdonables.

Recordemos. La apropiación personalista del país (Pujol-Catalunya), a partir de las torturas policiales y el juicio militar al que fue sometido después de un episodio de resistencia en el que no participó (els fets de Palau). También la ruina de Banca Catalana, entidad creado a imagen y semejanza de la banca de los demócrata cristianos italianos para dedicase al crédito político y que acabó igual de mal. Y la instauración de la doctrina de la división entre buenos y malos catalanes (las famosas lecciones de ética) de la que actualmente se han apropiado algunos dirigentes del movimiento independentista.

Jordi Pujol debió creer que se había convertido en intocable en el año 1984. Para ser más precisos, el 30 de mayo de aquel año. El día que celebraba su reelección como presidente tras su primera gran victoria electoral, la más espectacular de su vida (53,33% de los votos y 72 diputados), llegada al poco de la presentación de la querella de Banca Catalana. Aquella jornada fue un plebiscito de desagravio para su persona y su presidencia. El origen de la “jugada indigna”, de la persecución por parte de Madrid y del anuncio de futuras charlas sobre ética y moral. Aquella misma jornada, algunos de sus fieles dieron una lección practica de aquel espíritu ético exhibiendo su intolerancia contra quienes no conformaban el cuerpo social del pujolismo ni compartían aquella monumental ceremonia  de identificación de un solo hombre con todo un país. Aquello fue la culminación del apresurado eslogan pintado en las paredes de Cataluña en 1960.

El presidente Pujol tuvo sus méritos, esto es innegable. En política española, dio con una táctica resultona (hoy se apoya a UCD, mañana al PSOE y pasado al PP) que le permitió popularizar el eficaz eslogan del peix al cove. Su herencia en obra pública es indiscutible (prácticamente salía de cero, excepto la autopista A-7 atribuible al Banco Mundial) y su legado  administrativo y burocrático está vivo, destacando por su magnitud y la réplica de los vicios propios de la administración central.

En política catalana, tras salvarse por los pelos en 1980, (gracias a ERC que impidió un gobierno de izquierdas que habría tenido una mayoría parlamentaria de 72 diputados) concentró su programa en aparentar que la Generalitat autonómica era algo más de lo que decían las leyes, en minimizar a los independentistas que denunciaban esta ilusión y en combatir a los socialistas que le discutían su modelo de país, asentado en enfrentar sensibilidades y en señalar enemigos institucionales de la patria en cada esquina municipalista.

Jordi Pujol tomó plena consciencia de que había dejado de ser un intocable en 2014, en su comparecencia parlamentaria del 26 de septiembre, convocado para explicarse sobre unos dineros de su padre Florenci, depositados en Andorra, lejos de la hacienda española El ex presidente no se presentó en la comisión para pedir disculpas por su comportamiento sino para exhibir su frustración por los ataques recibidos, para pasar factura al país por sus méritos al servicio de la patria.

Allí descubrió que su crédito político se había esfumado en el mes de mayo de aquel año, treinta años después, casi día por día, de su jornada de éxtasis popular. A Pujol, aquella sesión de pasada de cuentas le salió fatal; a él le dio pena, según dijo, porque interpretó que no se hacía justicia a sus sacrificios personales para con todos nosotros. A partir de aquella jornada aciaga para su visión de la realidad, vive recluido en su indignación, esperando el momento en el que alguien vindique su figura para los libros de historia.

Pujol es ahora mismo cosa de los pujolistas preocupados por paliar el ostracismo en el que su líder celebra sus aniversarios. Lo más incómodo para el resto de catalanes es comprobar como aquella actitud de confianza acrítica en un proyecto político (practicada por algunos seguidores con intransigencia manifiesta) se reproduce actualmente respecto del movimiento independentista. Incluso con mayor intensidad, porque Pujol solo prometía un autogobierno conformado a la autonomía, con algunas licencias retóricas en fiestas de guardar, mientras los dirigentes independentistas anuncian la llegada inevitable de un estado maravilloso. Pujol inflamaba el ego cotidiano de creerse los mejores, el secesionismo dibuja un futuro de ensueño porque somos los mejores.