Carles Puigdemont tiene un plan y lo viene filtrando en los últimos meses para crear la lógica expectación. Primero, abandona la dirección de Junts para blanquear su perfil partidista y presentarse como líder único y unitario del movimiento independentista desde la presidencia del Consell per la República. Después, cambia el “per” por un “de” de la denominación de la entidad independentistas para dar mayor empaque al invento; al poco, el consejo pasa a definirse como el gobierno en el exilio de Cataluña; y, posteriormente, el expresidente de la Generalitat se declara dispuesto a regresar al Palau en coche descapotable. Puigdemont quiere ser Tarradellas, pero no lo es.

La principal dificultad de este proyecto personalista es que las circunstancias favorables para su materialización dependen de muchos factores, la mayoría fuera de su alcance, salvo el de dimitir de presidente de Junts, detalle que puede hacer efectivo cuando quiera. Presidente del Consell per la República ya lo es, incluso se ha dotado de un boletín oficial, así que la primera fase del plan no debe hallar contratiempo alguno. A partir de aquí, el proyecto se le escapa de las manos.

El salto cualitativo de autoproclamarse presidente del gobierno en el exilio requiere de algunas condiciones previas. Ante todo, un grave error de ERC en su parsimoniosa rectificación del aventurismo de Oriol Junqueras o una aceleración imprudente del Gobierno de Pedro Sánchez en la Mesa de Negociación que buscara forzar a ERC a precipitar su ritmo de adecuación a la realidad. Tales eventualidades permitirían situar a Pere Aragonès y a su partido en el bloque de los colaboracionista de Vichy, una expresión que gana terreno entre los habitantes del País de las Maravillas para referirse a los actuales protagonistas de la Generalitat autonómica y al resto de fuerzas políticas catalanas, a excepción por supuesto de la CUP y al sector puro de Junts. Con la Generalitat en manos de supuestos traidores autonomistas, el guion adquiriría credibilidad.

No parece que ERC y PSOE (y PSC) estén por facilitar las cosas a Puigdemont. El cuidado con el que dan pasitos en dirección al reencuentro es paradigmático de quien no quiere perder lo que tiene por precipitación. Puigdemont, por su parte, para cuadrar el círculo deberá ver reafirmada su inmunidad como parlamentario europeo, a día de hoy pendiente de resolución firme, y obtener sentencia substancial de la justicia europea respecto al fondo de las órdenes de extradición, hasta el momento entretenida por la cuestión prejudicial presentada por el juez Llarena. Tanta concatenación de efectos favorables le obliga a esperar pacientemente en Waterloo, mientras elucubra planes alternativos.

Puigdemont solo tiene un punto de coincidencia con Tarradellas. Ninguno de los dos ganó unas elecciones como candidato a la Generalitat, extremo que ya sabemos que no es imprescindible para ocupar la presidencia. En el caso de Tarradellas, por razones dramáticas; era un perseguido por la dictadura que vivía en el exilio como todos los diputados del Parlament y tantos otros políticos republicanos. Puigdemont llegó a la presidencia al ser defenestrado Artur Mas por la CUP, luego confundió al Estado español con lo que él y algunos más creían que era y tuvo que huir de la justicia. Desde su fuga, se han celebrado dos elecciones autonómicas y nadie (excepto él y Torra) puede dudar de la legitimidad de las sucesivas presidencias.

No hay ninguna Generalitat por recuperar ni ninguna presidencia vacía esperando quien la ocupe. Esta es la desgracia de Puigdemont. Tampoco hay ningún estado en fase de transición de la dictadura a la democracia que busque gestos para la legitimidad republicana derrotada por el fascismo. Por otra parte, es ser algo más que un optimista pensar que Europa para resolver el conflicto catalán obligará a España a aceptar la tesis de la disgregación en contra de su voluntad y la de la mitad de los catalanes como poco.

En Waterloo deben manejar otros planes menos maravillosos, seguro. Lo hizo Tarradellas y le salió bien. El hombre de Saint Martin-le-Beau, no olvidemos, volvió de la mano del Gobierno Suárez, tras una negociación larga y preconstitucional que exigió cesiones significativas a cambio del regreso como presidente de la Generalitat, desde el reconocimiento de la monarquía a la aceptación de la Diputación de Barcelona como cuna del Gobierno catalán.

Puigdemont deberá negociar su futuro con un Gobierno central que tiene como socio parlamentario al partido que preside la Generalitat, cuyo interés en recibir a un supuesto presidente de un gobierno en el exilio es fácil de imaginar. Y con un Tribunal Supremo posicionado en la búsqueda y captura del expresidente catalán. La negociación no es imposible, solo improbable, en todo y caso siempre que el eurodiputado independentista no se convierta en un factor de inestabilidad sino de refuerzo del horizonte de normalidad institucional. El plan que está tanteando no parece reunir esta exigencia.