El presidente Carles Puigdemont obtuvo el aplauso unánime de los suyos por no asistir a la Conferencia de Presidentes Autonómicos, inaugurando así la etapa de los "actos individuales de independencia" que reclamó de los catalanes de ahora en adelante. No se sabe exactamente qué ventajas políticas para el conjunto de los catalanes obtuvo con su gesto de rebeldía institucional pero su intuyen nulas.

Tampoco sabemos qué hubiera podido conseguir de acudir a la cita, probablemente nada concreto ni, por supuesto, ninguna satisfacción a su tema; lo que es evidente es que el presidente de la Generalitat desatendió el martes una obligación de su cargo, el de representar a Cataluña en una reunión de las CCAA con el Gobierno central. Si, a partir de ahora, el criterio de la presidencia es el de concurrir únicamente a las reuniones en las que se puedan cerrar acuerdos, su agenda quedará prácticamente vacía hasta el día de su despedida.

La Conferencia de Presidentes es una creación de José Luis Rodríguez Zapatero durante su corta etapa de impulso a la España plural; un instrumento propio del federalismo cooperativo que no ha alcanzado el desarrollo ni la eficacia previstos: debía reunirse cada año y sus acuerdos convertirse en leyes. En realidad, se ha convertido en una foto de periodicidad aleatoria en la que posan los dirigentes del Estado de las Autonomías y en una sesión de trabajo en la que el Gobierno de turno les habla de la preocupación del momento, unas veces de la financiación de la sanidad pública, otras del déficit, y en esta ocasión, básicamente, de la urgencia de poner en marcha las negociaciones para un nuevo sistema de financiación autonómica, caducado hace unos cuantos años.

Las sospechas de la escasa eficacia del cónclave autonómico del Gobierno de la Generalitat estaban fundadas y aun así su presencia resultaba inexcusable

El lendakari Íñigo Urkullu tampoco se dejó ver por Madrid y su ausencia no ha despertado ni la décima parte de las críticas dirigidas a Puigdemont. A estas alturas, nadie puede sorprenderse de la irregular gestión de las relaciones del País Vasco con el Estado, fundamentadas en unos privilegios de origen discutido pero muy beneficiosos para el Gobierno de la comunidad. El mismísimo Ibarretxe asistió en su momento a la primera conferencia; en esta ocasión, el PNV hizo valer su condición de nacionalistas buenos, recientemente adquirida con su pacto con el PSOE y sus críticas a la estrategia de JxS, y se saltó la cita de rositas.

La excusa más consistente para dejar la silla vacía en la sesión celebrada en el Senado es la reclamación de la bilateralidad entre Cataluña y Estado. La fórmula era la gran novedad del Estatuto original de 2006 y fue rechazada de plano por PSOE y PP, ciertamente muy aficionados al café para todos los que no sean vascos. Reivindicarla es un clásico del catalanismo político pero paradójica por parte de quienes creen estar en curso de desconectarse de España.

Las sospechas de la escasa eficacia del cónclave autonómico del Gobierno de la Generalitat estaban fundadas y aun así su presencia resultaba inexcusable. Aunque tendrán oportunidad de incorporarse a la negociación del sistema de financiación, que por razones absurdas no quieren liderar (quizás previendo que para cuando acaben ya dirigirán un Estado propio), su asistencia era precisa porque no practicar la diplomacia autonómica no parece una buena idea. Hay que pensar que tal vez el timing de sus planes soberanistas no pueda cumplirse según sus deseos y que Cataluña deba seguir vinculada a España por algún tiempo, entonces tanto desaire al resto de comunidades puede pasar factura.