Parece que finalmente Carles Puigdemont va a renunciar a su pretensión de ser investido president. Ha costado un mes largo y unos cuantos jirones en la relación entre JxCat y ERC. Sin embargo, el nombramiento de un nuevo Govern todavía va a hacerse esperar unas cuantas semanas más porque el sustituto que se anuncia, Jordi Sànchez, tampoco podrá ser investido president si el juez Pablo Llarena no autoriza su salida de la cárcel tanto para la sesión de investidura como para la posterior toma de posesión del cargo. Ahora que algunos exdirigentes de partidos de izquierdas afirman en un manifiesto (titulado "Allanar los obstáculos en el camino del diálogo") que la prisión provisional para los Jordis, Oriol Junqueras y Joaquim Forn es "desproporcionada e injustificada" y que es erróneo "plantear un tratamiento penal a un problema político", me permito sugerir al Tribunal Supremo justo lo contrario. No se trata de ninguna venganza, sino precisamente de hacer justicia. Y por ello mismo dudo que Llarena autorice un permiso penitenciario para Sànchez.

El debate general sobre la prisión preventiva es lícito y necesario porque afecta a más de 8.000 personas en España que, presumiblemente, han cometido delitos graves. Pero es un error creer que los políticos separatistas merecen un tratamiento aparte o sugerir que, en realidad, esos líderes encarcelados no han cometido ningún delito que pueda ser merecedor de esa pena. Eso solo se dilucidará en el juicio, pero entre tanto es difícil negar que los hechos por los que están siendo investigados son de una enorme gravedad. La prisión preventiva es opinable, cuestionable, como todo en derecho, pero no es una medida arbitraria del juez Llarena sino que está justificada en unos autos razonados.

Es un error creer que los políticos separatistas merecen un tratamiento aparte o sugerir que, en realidad, esos líderes encarcelados no han cometido ningún delito que pueda ser merecedor de esa pena

Pero más allá del debate jurídico técnico, y contrariamente a lo que afirma esa izquierda cándida que tanto abunda en Cataluña, la pena de prisión está demostrando ser bastante pedagógica en la imprescindible rectificación política del independentismo. Lo que sucedió el 6 y 7 de septiembre pasado es que una minoría mayoritaria en el Parlament liquidó de forma antidemocrática el orden constitucional y estatutario. No lo olvidemos. Los firmantes del citado manifiesto deberían leer a Luigi Ferrajoli, Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional (2011). Este jurista italiano nos recuerda que la trágica experiencia europea del siglo XX condujo a un cambio de paradigma tanto en el derecho como en la democracia y el resultado fue la constitucionalización del sistema político. "En el viejo estado legal de derecho el poder legislativo de las mayorías parlamentarias era un poder virtualmente absoluto", explica Ferrajoli. Eso es exactamente lo que creían los independentistas, que su poder legislativo era absoluto, y que nada podía impedírselo porque habían ganado las elecciones. Salvando todas las distancias que queramos, de la misma manera razonaban los fascistas. Pero de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial nació la democracia constitucional y por eso tanto en Alemania como en Italia, o en España y Portugal después de las dictaduras, hay una Constitución que se sitúa en el vértice de todas las leyes y normas. Justamente para evitar los abusos de cualquier mayoría parlamentaria, del signo que sea.

En septiembre pasado los líderes separatistas atentaron contra la democracia constitucional y por el camino cometieron probablemente muchos delitos (desobediencia, prevaricación, malversación, sedición y/o rebelión), aunque lo más grave es que pusieron a la sociedad catalana y española ante el muro del enfrentamiento. Es imposible negar que el problema es político, pero el ejercicio de la justicia también forma parte de la solución cuando un grupo actúa de forma antidemocrática. Las penas de cárcel, inhabilitación y multas, si corresponden, son un capítulo inevitable de la terapia. No puede haber impunidad para los que nos han llevado a un callejón sin salida. Hay que exigir responsabilidades a los independentistas. No se pueden seguir comportando como adolescentes malcriados. No tienen ningún derecho a destruir Cataluña.

Es imposible negar que el problema es político, pero el ejercicio de la justicia también forma parte de la solución cuando un grupo actúa de forma antidemocrática

Por eso mismo, la hipótesis de que Jordi Sànchez sea elegido president es una broma. Ignoro lo que decidirá el juez Llarena pero dudo mucho que autorice su salida. Los mismos riesgos que existían para negar su excarcelación o el permiso para asistir al Parlament, persisten ahora. Consentir en hacer president de la Generalitat a alguien que está en la cárcel por rebelión sería incoherente. El precedente del etarra Yoldi que en 1987 obtuvo el permiso penitenciario para intentar ser lendakari no es equiparable por la naturaleza de los delitos. Una cosa es terrorismo y otra intentar dar un golpe contra el Estado desde las instituciones del autogobierno catalán, que también son Estado español. No digo que lo segundo sea más grave que lo primero, sino que son casos y circunstancias diferentes. Por las mismas razones que un prófugo no puede ser president de la Generalitat, tampoco lo puede ser un preso inmerso en un proceso penal tan grave. Desde JxCat creen que al plantear la investidura del expresidente de la ANC sitúan a la justicia española en una contradicción democrática. Se equivocan. Únicamente pierden el tiempo.