En el fondo, todo tuvo que ver más con el miedo a ser tildado de tibio o de traidor que con el estricto ejercicio de la responsabilidad. Lo dijo Urkullu en su declaración ante el Supremo: ni a Rajoy le apetecía el 155 ni a Puigdemont la DUI. Y en una carrera irracional, en la que se trataba de ver quién era el último en frenar ante el abismo, los dos acabaron precipitándose al vacío. Las consecuencias últimas son de sobra conocidas: Rajoy, apartado de la presidencia por una moción de censura apuntalada por las fuerzas independentistas, y Puigdemont huido de la justicia. Pero la declaración, aunque no descubra aspectos desconocidos del relato secesionista, es relevante, por cuanto se produce en sede judicial y expresa de manera clara las razones por las que en el president fugado pesaron más las presiones de los radicales de su entorno que el compromiso de honrar el acuerdo del que el lendakari era depositario. Si hubiese convocado elecciones en vez de echarse al monte, el 155 no se habría aplicado y los ahora procesados por alzarse violenta y públicamente contra el Estado se habrían ahorrado este juicio y sus posibles consecuencias. Así las cosas, llama la atención la ausencia del principal protagonista de estos autos en la sala segunda del alto tribunal. No se compadece la arrogancia con la que Puigdemont, empecinado en el sueño republicano y en el de su personal legitimidad, abomina de la legalidad española e incita a la insubordinación, con el escapismo y la insolidaridad de la que hace gala.

Pero ¿por qué no se sienta Puigdemont en el banquillo de los acusados, a pesar de estar procesado en rebeldía? La respuesta es sencilla: por voluntad de la justicia española. Puesto en fuga, la orden europea de su detención y entrega fue cursada por el juez instructor del sumario con base en un delito de rebelión, que la instancia competente en este caso, el Tribunal Supremo del Estado alemán de Schleswig-Holstein, rechazó, dejando abierta la posibilidad de concederla, previa solicitud, por un delito menor que el invocado inicialmente. Pero no se hizo. De lo que cabe inferir que se prefirió que permaneciese huido a procesarlo con base en otro tipo penal –el de malversación de caudales públicos– por la también sencilla razón de que, en tal caso, el máximo responsable de los hechos que se juzgan lo sería por un delito mucho menos grave que aquel por el que al resto de los miembros de su gabinete se le piden penas que alcanzan, en algún caso, los 25 años de privación de libertad. ¿Se imaginan a Junqueras condenado severamente y a Puigdemont recibiendo tan solo un leve reproche penal?

Es remarcable la vehemencia con la que algunos de los procesados se han producido en su descargo, a través de encendidos –y, en algún caso, brillantes– discursos cuya eficacia jurídica no puede ser relevante. Son alocuciones compuestas pensando más en la parroquia independentista que en estrictos términos de defensa, aprovechando que el juicio está siendo televisado. Quien parece ajeno a esa circunstancia es el presidente de la sala, que, en aplicación de la ley de enjuiciamiento criminal, procura la incomunicación de los testigos, obviando el hecho de que todos tienen fácil acceso a las declaraciones de quienes les han antecedido en la práctica de la prueba solo con escuchar la radio o sentarse frente a un televisor. Me extrañó, en este sentido, que se sorprendiera de que el señor Rajoy conociese lo dicho con anterioridad por la señora Sáenz de Santamaría. “Leo los periódicos”, se excusó el registrador, un tanto perplejo. Se conoce que Su Señoría quiere hacer abstracción de todo cuanto se refiera, directa o indirectamente, al espectáculo en el que algunos quisieran convertir el procedimiento, como lo demuestra en el mesurado uso que obliga a hacer de los soportes electrónicos. 

Y perplejidad no menor produce, por decirlo todo, el deslavazado esfuerzo de las acusaciones por evidenciar la violencia en que se sostiene el delito principal del que responden nueve de los doce encartados. Desconozco el criterio que guía los interrogatorios del ministerio público, pero se me hace difícil comprender cierta imprecisión en los fiscales y la abogacía del Estado a la hora de evidenciar contradicciones en procesados y testigos. Mucho más eficaz está resultando a este respecto, en términos forenses, la intervención de las defensas –pienso, sobre todo, en la del letrado Javier Melero– a la hora de poner en dificultad la pretensión de sus oponentes. La clave de todo, al cabo, reside en dirimir si la violencia, en el supuesto de que la hubiera, cabe o no atribuírsela a los justiciables. Y eso es lo que está por ver.