Había que echar una mano al independentismo en sus horas bajas para evitar que el conflicto se reabsorbiera, y Mariano Rajoy, con el estimable apoyo de Albert Rivera, ha cumplido una vez más como proveedor habitual de estímulos al independentismo.

Tocar en este momento la delicada cuestión lingüística, aprovechando las competencias circunstanciales que el 155 otorga al Gobierno central, sin que por otra parte tengan a punto, ni siquiera decididas, las modalidades de la intervención apuntada, es una patosa provocación.

La cuestión lingüística no tiene por qué ser un tema tabú. Es cierto que la llamada inmersión lingüística ha sido un factor de cohesión social o, dicho de otra manera, un factor que evitó una división social, y son muchos los que claman por su mantenimiento cohesionador en tiempos de desgarro; sin olvidar que la cohesión social está sufriendo como nunca por los embates rompedores del independentismo.

Probablemente, con la experiencia de su aplicación y los cambios culturales y tecnológicos habidos en las últimas décadas, sería conveniente, más pronto o más tarde, evaluar con serenidad y objetividad el modelo educativo público en Cataluña tanto en el plano lingüístico como en el de determinados contenidos de la enseñanza. Pero en este momento no se dan los requisitos necesarios de serenidad (política) y objetividad (científica), ni de normalidad institucional.

Otra cosa es habilitar el cumplimiento de las sentencias, burlado hasta ahora por la Generalitat, que introducen una corrección del sistema actual equilibrándolo a favor del castellano.

Tocar en este momento la delicada cuestión lingüística, aprovechando las competencias circunstanciales que el 155 otorga al Gobierno central, es una patosa provocación

El conflicto, que tanto daño está causando a la sociedad, a la economía, a la democracia, al sistema de valores en Cataluña y en el conjunto de España, podía haberse reducido en su virulencia, atenuado en sus consecuencias, tal vez incluso cerrado, si se hubieran negociado con habilidad y ponderación aquellas reclamaciones --las fundadas-- que se plantean desde Cataluña. Un avance significativo en este terreno habría disminuido la actual base social del independentismo.

Sin embargo, nadie ha querido, o podido, negociar. La izquierda, dividida, no ha tenido la fuerza suficiente para imponer una negociación; la encomiable propuesta del PSC de diálogo y reconciliación no prosperó electoralmente en esta ocasión frente a la radicalización ideológica de los extremos. Por supuesto, los independentistas no están por la labor, viven políticamente del conflicto, cuanto más virulento sea, mejor. Pero no están solos en esa dependencia.

También están explotando políticamente el conflicto PP y Ciudadanos. Lo utilizan en una pugna entre ellos y de cara al electorado para demostrar quién puede ser más eficazmente antindependentista, que se traduce en una pugna por mantener abierto el conflicto, por lo que ninguno aporta soluciones, coincidiendo ambos en alimentarlo cuando decae. Su entente al provocar ahora el debate lingüístico es una buena prueba de esa coincidencia.

No basta que los partidos constitucionalistas defiendan el orden constitucional, tienen además que distinguirse claramente de la deshonestidad política de los independentistas.