Una de las constantes de la política española desde la recuperación de la democracia ha sido la gran influencia que los nacionalismos periféricos han ejercido en la gobernación del Estado. Tanto el nacionalismo vasco como el catalán han sabido aprovechar la debilidad parlamentaria tanto del PP como del PSOE para la obtención de avances en sus respectivos autogobiernos, cuando no directamente de privilegios para sus respectivas CCAA. Incluso, en ocasiones, a costa del interés general del país. Pero los dos nacionalismos no son los únicos responsables de dicha política. También lo son los que, a lo largo de todos estos años, han consentido el juego para su mantenimiento en el poder. La política cainita practicada tanto por la derecha como por la izquierda en España ha sido el caldo de cultivo de una situación donde los intereses partidistas y territoriales de unos y otros han encontrado acomodo en deterioro de la eficiencia en el ejercicio de los poderes públicos. Y ahí nos encontramos ahora. Con un nacionalismo catalán echado al monte de la independencia unilateral, adormecido en el sueño etéreo de su república y de la Cataluña de un sol poble. Al menos, el nacionalismo vasco aprendió de la experiencia del anterior lehendakari Ibarretxe, sobre todo al perder el control del gobierno vasco y producirse la división de la sociedad vasca, y ha redescubierto que la política de obtención de concesiones es más efectiva que la (en teoría) más romántica y traumática de la independencia a las bravas. Es quizás, por ello, por lo que en la discusión política actual se han avanzado dos propuestas distintas con el fin de poner remedio a esta situación.

Una de ellas es la ilegalización del independentismo político. Como es bien sabido, el Tribunal Constitucional ha dictaminado que la defensa de este posicionamiento político cabe dentro de la actual Constitución, si bien, para su consecución, sería necesario un cambio en la misma. Por lo tanto, esta propuesta implicaría una actuación legislativa complicada, lo que la coloca fuera de lo posible en el ejercicio del gobierno ordinario.

La otra es el aumento del mínimo de votos exigible para la obtención de un acta en el Congreso de los Diputados: el 3% ó incluso el 5% de los votos emitidos en todo el Estado. Inicialmente, esta propuesta parece razonable a primera vista para conseguir evitar los mecanismos descritos anteriormente. Sin embargo, dentro de la misma se esconden consecuencias que la hacen desaconsejable a medio y largo plazo.

Uno de los criterios para considerar que una minoría goza de todos sus derechos como tal y que, por lo tanto, no está discriminada es su participación en pie de igualdad con el resto de ciudadanos en todas las instituciones del Estado. Ello no significa el derecho a la existencia de cuotas para su representación en las mismas (por ejemplo, un número mínimo de diputados reservados para tal minoría o de jueces), sino que participen en la elección de los representantes de la ciudadanía y demás autoridades del Estado en pie de igualdad con respecto del resto de partidos y ciudadanos. No más, pero tampoco menos. Por lo tanto, la introducción de un mínimo de votos exigible podría ser considerada como una medida de efecto equivalente a una discriminación directa en perjuicio de dicha minoría: expulsarla de las instituciones del Estado por la puerta de atrás. Lo que, además, supondría regalarles una baza, teniendo en cuenta la facilidad con la que nuestros nacionalismos periféricos acostumbran a utilizar el victimismo en favor de su causa.

Asimismo, es una medida que podría ser ineficaz. Efectivamente, bastaría con la formación de una coalición de partidos nacionalistas suficientemente grande para superar la barrera impuesta, con un reparto de escaños dentro de la misma, como ocurre en las elecciones europeas debido a otras circunstancias. O, incluso, con la ayuda de algún grupo con querencias del pasado donde el derecho de autodeterminación era considerado como un ejemplo de progreso (siempre para los demás Estados, que no para el propio). Pero, aparte de esta cuestión técnica, existe el peligro de la posible radicalización de todos los componentes de la coalición hacia las posturas maximalistas de alguno de ellos con el fin de no quedar mal con la respectiva parroquia local.

La única forma de ganar al nacionalismo político es en el discurso y la confrontación política, poniendo de manifiesto lo que en la mayoría de los países de nuestro entorno democrático consideran del mismo: antiguo, insolidario y, a menudo, reaccionario; comunitarista y, a menudo, contrario a los derechos civiles individuales. Otra cosa es el nacionalismo cultural, donde la defensa de la diversidad lingüística y cultural es una aportación a la riqueza del país, una riqueza que nos pertenece a todos los ciudadanos.

Otros dos elementos adicionales podrían, asimismo, coadyuvar en la consecución de este objetivo: primero, la reforma de la Constitución, no para contentar al nacionalismo (que nunca lo estará), sino para actualizarla y delimitar las competencias de los diferentes niveles de Gobierno (se llame federal o de otro modo). Y, segundo, en caso de ser necesario, introducir en la ley electoral actual las correcciones oportunas con el fin de asegurar que no haya “sobre representación” del nacionalismo en función del reparto de escaños por provincias.