“Los muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Sea de quien sea la frase, el ripio viene a cuento por tanto entierro habido del procés. Se comprende la prisa por enterrarlo, el daño social causado ha sido enorme y mucho el hartazgo de tanta palabrería huera de los dirigentes independentistas.

No erremos en la interpretación del procés, esa amalgama de despacho y calles, de estrategia y seguidismo, de intereses e ilusión, de mentira y agravios, de manipulación e ingenuidades, más todo lo que se quiera añadir, que difícilmente agotará la complejidad del fenómeno.

Transcribiré lo que apunté en una ocasión anterior, porque creo que define lo que fue el objetivo primario del procés: “Las leyes de referéndum y de transitoriedad del Parlament, de 6 y 7 de septiembre de 2017, y la declaración unilateral de independencia de 27 de octubre no ofrecen dudas en su literalidad: el procés fue un intento serio de independizar Cataluña de España. Lo que figura en esas disposiciones es un proyecto de secesión formal en toda regla, respondiendo, incluso con preciosismo, a lo que el derecho internacional exige en la independencia de territorios”. El procés era un “medio” (viejo) para un “fin” (nuevo).

No hay que gastar mucha tinta para explicar el fracaso del intento secesionista. Pero alerta, porque si el “fin” no se alcanzó, el “medio” sigue existiendo, si no para ese fin (imposible), sí para los otros usos no confesados en la hoja de ruta del procés, pero que ya eran usos del pujolismo.

Los nacionalistas de Pujol, los independentistas de Mas, los secesionistas de Puigdemont y los continuistas de Torra y Aragonès han construido un tinglado institucional y civil que ha servido para fabricar ideología, ganar elecciones, ocupar poderes institucionales y producir clientelismo. El tinglado siempre ha sido el mismo, pero con sucesivas actualizaciones, y en un momento dado, cuando creyeron que a rebufo de la crisis económica y de una supuesta debilidad del Estado podía pensarse en la independencia, pasó a llamarse procés “para la independencia de Cataluña”. Aquel tinglado sigue en pie, montados en él presiden las instituciones.

Si se reduce el procés a su fin secesionista fracasado y se olvida su carácter instrumental para los otros usos, entonces la ideología procesista continuará ocupando el espacio cultural y seguirán ganado elecciones. Que los partidos del procés estén divididos tampoco prueba la muerte del procés. Si vuelven a conseguir --con ayuda de la ley electoral-- la mayoría parlamentaria, volverán a presidir la Generalitat. El poder une, tanto para vivir de él como para no perderlo.

El procesismo --esa derivada del procés-- tiene que ser combatido en su esencia misma, en su ideología, como cuando fue percibido con gran alarma como un riesgo alto de secesión. Los secesionistas nunca bajarán a la arena económico-social. No es lo suyo, ahí estarían perdidos. No sabemos lo que, por ejemplo, Laura Borràs opina sobre el ingreso mínimo vital. No le hace falta pronunciarse, le basta con tirar de ideología procesista: el mandato del 1-O, la “soberanía” del pueblo de Cataluña, el “Estado represor”, la amnistía, la autodeterminación etc. Con eso Borràs y los otros tienen suficiente. Mientras sus pilares ideológicos aguanten, sus votantes les seguirán apoyando por muy frustrados que se sientan. Por tanto, hay que derribar esos pilares.

Las palabras inflamadas de Junqueras en Igualada proponiendo --exigiendo, casi-- volver a hacerlo “para ganar y que sea irreversible”, no son para hacer un 2017 “ganador” --saben que no pueden--, son de campaña electoral, de “tensión secesionista”, si se quiere, o de procés, todo es lo mismo.

Pere Aragonès en el aniversario del 14 de febrero ha hecho un ejercicio dialécticamente tramposo de simbiosis de las caras del procés: autodeterminación para la independencia y mitin programático para la “Cataluña entera”.

La palabrería de todos ellos no tiene como finalidad el combate por la independencia --tan ilusos no son o, al menos, dejaron de serlo en 2017--, es pasto emocional para sus votantes, para que sigan creyendo que el procés como medio para lograr “la independencia” sigue vivo, cuando solo es un instrumento de los de siempre para conservar el poder institucional y sus prebendas. Esto es lo que hay que poner en evidencia.

Decir que el procés está terminado, muerto, enterrado, tiene, además, un perverso efecto desmovilizador del voto constitucionalista: “Si el procés ha muerto, para qué votar”. Recuérdese, en cambio, el efecto movilizador de los sustos de 2017. En las elecciones del 21 de diciembre los partidos constitucionalistas obtuvieron 149.021 votos más que los partidos independentistas, pero cinco escaños menos a causa de la territorialmente descompensada ley electoral.

Sepamos interpretar las caras del procés. Cataluña necesita imperativamente un cambio de ciclo político, cuyo logro dependerá en buena medida de que el procés de siempre sea culturalmente arrumbado.