Son muchas las cosas que me extrañan del procés que desde hace ya tantos años vivimos en Catalunya. Tantas son estas cosas que me sorprenden, que me parece que he acabado ya con mi capacidad de asombro. No obstante, una de estas cosas que todavía hoy sigo considerando incomprensible por completo es la, al menos hasta el momento presente, inconmovible fe compartida por tantos y tantos miles y miles, incluso millones de ciudadanos de mi propio país no solo en el mismo procés, sino sobre todo en sus dirigentes, a pesar de que todos ellos han incumplido de forma reiterada sus compromisos, sus promesas y en especial sus predicciones.

Por más que me esfuerzo en intentar comprender la persistencia de esta fe, sigo sin entender un fenómeno de semejante magnitud. Algunos psiquiatras lo reducen a un delirio colectivo; tal vez lleven razón, aunque me cuesta asumir que tantas y tantas personas, tan diversas en edad, condición, procedencia y nivel intelectual o socio-cultural puedan participar durante tanto tiempo en este supuesto delirio colectivo. Sé que no sería éste el primer delirio colectivo de la historia, que fenómenos similares se han producido a lo largo y ancho de los tiempos y que algunos de ellos han persistido durante muchos siglos, incluso durante milenios.

Será quizá por mi pensamiento racionalista y mi rechazo intelectual a cualquier creencia no demostrada e indemostrable, pero me sigo resistiendo a aceptar que tantas y tantas personas conocidas --familiares, amigos, compañeros, colegas, vecinos...--, junto a tantísimas más, todas ellas del todo punto respetables humana, social e intelectualmente, asumieran y sigan asumiendo un proyecto político como el del procés, que no solo se ha demostrado fallido sino que desde sus mismos orígenes estaba faltado de cualquier fundamento con un mínimo de racionalidad. Comprendo los motivos reales de algunos de los impulsores del procés, aunque me parece que en casi todos los casos fueron unos motivos espurios, meros intentos de buscar estrategias políticas de diversión para no tener que hacer frente sin más a gravísimos problemas, en ocasiones de gestión y en otros casos judiciales. Sin embargo, persiste para mí la más absoluta incomprensión ante este fenómeno colectivo de contumacia en la fe en el procés.

Me parece evidente que este fenómeno solo es comprensible si se trata como una cuestión de fe. Porque fe es, según la definición que la RAE hace de esta palabra, el “conjunto de creencias de una religión”, así como el “conjunto de creencias de alguien, de un grupo o de una multitud de personas”, y también la “confianza, buen concepto que se tiene de alguien o de algo”, o la “creencia que se da a algo por la autoridad de quien lo dice o por la fama pública”. Todas estas definiciones encajan, a mi modo de ver a la perfección, con este fenómeno colectivo que tanto tiempo me tiene desconcertado, preocupado y perplejo. Se trataría, por tanto, de creer o confiar en algo que no se ve, que no ha sido ni puede ser demostrado, la creencia que no necesita ninguna clase de pruebas ni sabe de argumentos. Una fe religiosa, en definitiva.

Según el Catecismo de la Iglesia Católica, “la fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero no puede ser un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros”.

Esta sólida definición canónica cierra para mí la explicación a lo que hasta ahora me había parecido incomprensible, y por tanto inexplicable. La fe como un acto personal libre de aceptación de una revelación superior y también como un acto necesariamente compartido, esto es colectivo, en la que cada uno de los creyentes forma parte de una gran cadena de personas que se sostienen las unas a las otras en el mantenimiento de la fe. Se trata, por tanto, de aquella fe del carbonero sobre la que Miguel de Unamuno escribió tantas páginas. Aquella fe entendida como un don de Dios que, al menos en mi caso, me ha sido negada también en el fenómeno del procés.