Su primer error no fue una de sus propuestas durante el cara a cara con Pedro Sánchez en el Senado. Tampoco, por más que digan, el bloqueo del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). El primer gran error de Alberto Núñez Feijóo ha sido creer que se podía quedar el domingo en Toledo, en una reunión de partido (una de tantas), y dejar que el constitucionalismo menos acomplejado se manifestara en Barcelona sin su presencia. El derecho a aprender en castellano merece el apoyo de líderes políticos de la derecha, del centro y también de la izquierda. La imposición del catalán no es conservadora ni socialdemócrata. Es nacionalista y, probablemente, inconstitucional.

Feijóo no quiso salir retratado junto a Vox. Sus consejeros temen un pie de foto que diga: “La ultraderecha empieza a pactar”. No fue el único. Mucha gente se quedó en casa mordiéndose las uñas, sin saber qué hacer, no Fernando Savater ni otros demócratas sin miedo.

También el socialismo se ha equivocado, una y otra vez, con las lenguas de Cataluña. Intentan algunos políticos de izquierda a los que respeto, a los que he votado en varias ocasiones, justificar su apoyo en el Parlament a una nueva norma que protege la inmersión total y convierte el castellano en lengua extranjera. Siento no entender esa postura. El temor a ser mal visto es absurdo en una democracia parlamentaria europea como la nuestra, donde las opciones políticas se mezclan en parlamentos e instituciones.

Hace unos días, en las redes, un educado joven de izquierdas decidido a informarme sobre la inmersión, me dijo: “Durante la dictadura no se pudo estudiar en catalán en la escuela. Ahora, debemos defenderlo”. No es cierto. La realidad fue más gris. Ya en los cuarenta y cincuenta se abrieron en Barcelona centros privados de mucho nivel (Virtelia, Garbí, Betània, Patmos, Thalita… ) donde alumnos y profesores estudiaban y enseñaban en catalán.

En aquellas cooperativas o escuelas, apoyadas por las familias de la alta burguesía del Eixample, Sarrià y Sant Gervasi, se educaron en su lengua materna, combinándola con el castellano, muchos de los políticos catalanes de la Transición: los Maragall, Roca Junyent, Canyellas, Trías de Bes y Serra, Mayor Zaragoza

Por el contrario, los hijos de los inmigrantes, al igual que los vástagos de las clases medias y menestrales catalanas, estudiaron en colegios religiosos de barrio, mucho más baratos, o en la deficitaria escuela pública monolingüe. Hay alguna similitud con lo que pasa ahora en Cataluña. Los ricos, también bastantes políticos independentistas, llevan a los hijos a escuelas multilingües privadas. Problema lingüístico solucionado. Sus vástagos hablarán (bien) dos o tres idiomas, y harán posgrados o másteres en el extranjero, obviando la absurda inmersión universitaria también acordada.

Cuando llegué a la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) a mediados de los setenta, los estudiantes de Periodismo hicimos una multitudinaria asamblea y votamos a favor del catalán en las aulas. Muchos de aquellos ingenuos votantes, entre los que me incluyo, confesamos unos minutos después que no sabíamos escribir en ese idioma: nuestra inmersión había sido en castellano. Creíamos que Franco nos había impedido a todos estudiar en “la lengua del país”. Tras los primeros exámenes, vimos que había notables excepciones… casi todas protagonizadas por jóvenes de la alta burguesía catalanista, liberal y culta. Escribían sin faltas y sacaban mejores notas. Habían estudiado en la privada multicultural.

Aunque de niña había sido lectora asidua de Cavall Fort –una revista editada a partir de 1961 a la que mi avi me había suscrito—, empezó a preocuparme suspender. Durante las pruebas, estaba más preocupada por los pronombres débiles catalanes que por el contenido de la asignatura. Mi amiga Lourdes, cuando le conté mi sufrimiento, exclamó: “Nena, no pot ser que amb aquest cognom no sàpigues escriure en la llengua de la teva família”. Ella, creo recordar, había ido al Costa Llobera, un centro fundado por maestros y padres catalanistas que, con la democracia, se incorporó a la red pública. 

Nunca pensé que, con la democracia, el castellano iba a ser expulsado de la educación. Sin embargo, llevamos desde 1983 poniéndolo cada día más difícil. Los líderes políticos tienen sus motivos políticos, tácticos o de la puñetera imagen para quedarse en casa y no querer mezclarse. Sin embargo, a un año vista de elecciones municipales y autonómicas, a poco más de las generales, lo que el votante catalán quiere es encontrar una alternativa de voto sincera y creíble. Si no se la das, se quedará en casa.

Quienes defendimos la democracia española en los setenta hemos de apoyar el respeto al bilingüismo. En España o en Europa si hace falta. Nuestros nietos tienen derecho a estudiar en sus lenguas maternas. Hablar castellano no es de fascistas, españolistas o botiflers. Déjense de miedos al qué dirán. Defiendan nuestros derechos. O no les votaremos.