La partitocracia española atraviesa una profunda crisis. Los partidos viejos sobreviven agarrados al poder central o autonómico, mientras admiten sin rubor alguno que sus cuadros forman una “clase política”, concepto cuyo significado muestra la enorme distancia que existe entre ellos y el común de la ciudadanía. Los partidos más jóvenes han envejecido a una velocidad vertiginosa, y su prometedor regeneracionismo ha desaparecido en beneficio de prácticas poco claras sobre sus finanzas o la elección de sus candidatos.

El tópico todos son iguales ha resurgido con fuerza ante el similar comportamiento de sus militantes o simpatizantes. Los escraches izquierdistas de tiempo atrás han reaparecido en los últimos meses en versión derechista. El borreguismo acosador que tanto alentó la santísima trinidad podemita es ahora practicado por rebaños rojigualdos. No deja de sorprender que los que abominan de los comunistas sean, sin pretenderlo, fieles reproductores de planteamientos marxistas-leninistas.

El partidismo, decía Lenin, es la subordinación de las ideas a las exigencias del poder. Desde esa concepción, la ideología ha de ser entendida como un instrumento político del partido, y como tal puede tener un carácter dogmático e intolerante. No es necesario irse a los extremos para comprobar que el partidismo es una práctica común de todas las formaciones políticas actuales. No es necesario que fulminen de su cargo a Cayetana Álvarez de Toledo para que constatemos la ausencia de crítica alguna en el seno de los partidos. La amenazante exclusión fotográfica --atribuida a Alfonso Guerra-- sigue más vigente que nunca.

Se repite por doquier que Álvarez de Toledo posee una brillante inteligencia, si es así: ¿por qué y de qué se queja?, ¿acaso no conocía el conventículo donde milita?, ¿ignoraba cuáles eran las funciones de un portavoz parlamentario? Es posible que sus lamentos respondan también a su incapacidad o dificultad para encontrar o crear una organización política abierta al debate y respetuosa con principios innegociables como la libertad y la igualdad de todos los españoles, en la vida cotidiana y no sólo en el papel.

Estos tiempos tan inseguros y líquidos son campo abonado para que triunfen las consignas, los lemas y los dogmas, para que se imponga el pensamiento simple e intolerante y, prietas las filas, los militantes se apiñen en torno al líder. Es imprescindible recuperar el matiz, el debate y la crítica, en ámbitos internos y en espacios externos, en las escuelas, en las universidades y, dando ejemplo, en todos los parlamentos. Si los partidos no aportan puntos de vista nuevos, si no superan su rigidez orgánica y su escandalosa mediocridad, y si no se dejan de cuitas y demás corruptelas, se convertirán en cuerpos aún más extraños para la ciudadanía, cada vez más perpleja y abstencionista o, según el caso, más dócil y proclive a nutrir los terraplanismos nacionalistas o los populismos iliberales.

“¡Pobre Bonifacio!  ¡Tus pensamientos y meditaciones te obstruyen desde el momento en que no puedes exteriorizarlos en forma de palabras y escritos!”. Así, irónicamente estreñido, se murió el perro del sastre Merten por no poder evacuar sus ideas. Cuando escribió esta novela, Carlos Marx tenía 18 años, ¡cuántos culos apretados por no perder un cargo y cuánta obstrucción acumulada desde entonces!