Quería y me gustaría escribir de cualquier otra cosa, pero resulta imposible. Estamos viviendo algo insólito y grave y casi no es posible aceptarlo resignadamente y vivirlo de manera no obsesiva. Los medios no hablan de nada más y todas las conversaciones, presenciales o digitales, giran en torno a la epidemia. Estos días hemos recuperado miedos atávicos que creíamos que sólo habían vivido nuestros antepasados.

Parecemos habitar en una mala película de serie B sobre catástrofes. El miedo a la enfermedad desconocida, el temor al contagio, la asunción de la culpa por no haber sabido evitar el caer en ella. A pesar de vivir aparentemente en un mundo donde predomina el conocimiento científico, seguimos creyendo que hay males que estigmatizan, aunque sean poco más que una gripe. Se producen alrededor del coronavirus reacciones irracionales y airadas que parecen tener más que ver con lo que ocurría con las pestes medievales que no lo que se esperaría de una sociedad confiada en los avances médicos y en la farmacología.

En cualquier circunstancia de la vida, el miedo saca lo peor de nosotros mismos, recuperamos pulsiones tan elementales en nombre de la supervivencia que inducen a pensar que poco han servido tantos siglos de cultura y conocimiento. Se desmontan los conceptos de ciudadanía y tendemos a comportarnos como individuos egoístas e insolidarios que sólo buscamos nuestra salvación particular, rehuyendo a los demás. Vemos manadas asustadas casi asaltando los comercios para acaparar víveres que acabarán probablemente en el contenedor de la basura, comprando abusivamente productos que autoridades y conocedores nos han dicho que no sirven absolutamente para nada o marcando unas distancias con nuestros conciudadanos como si se hubieran convertido en enemigos.

Consumimos las informaciones más superficiales, vulgares, inexactas y esotéricas que habitan en las redes sociales, con especial deleite por las explicaciones conspirativas, mientras evitamos la información responsable y fundamentada a la que podríamos acceder fácilmente. Despreciamos lo que nos recomiendan nuestras autoridades gubernamentales apelando a que forman parte de una gran confabulación. Es de locos. Las redes están pobladas de individuos que afirman saber más que cualquier experto o gobierno y que inducen a visiones esperpénticas y políticamente interesadas y alucinantes.

Ciertamente que las situaciones de cuarentena y el confinamiento de grandes cantidades de personas o de territorios obligados a quedar desconectados durante días o semanas para evitar unas dimensiones de contagio que resultarían inabordables por los sistemas sanitarios, genera sensaciones nuevas y bastante extrañas. Especialmente en el mundo mediterráneo, nos resistimos a aceptar lo que establecen los responsables gubernamentales, haciendo gala de una falta absoluta de disciplina social, como una manera insensata de afirmar nuestro individualismo y nuestra identidad particular.

La imagen de los italianos del Norte que iban a ser confinados huyendo de manera inopinada y esperpéntica hacia el Sur, de madrileños yendo a los lugares de veraneo Aznar y familia incluidos, o los barceloneses al asalto de la Cerdaña nos dicen mucho sobre la pulsión egocéntrica y a la vez frívola a la que tiende la condición humana. Contrastan notablemente con el rigor y disciplina con que las medidas de contención se han asumido en el mundo oriental, o en Alemania. Ni una seria amenaza sanitaria parece hacer posible que paramos unos días, convivimos con nuestra gente, descansemos, nos escuchemos y reflexionamos.

En realidad, ya hace mucho que estamos confinados en un mundo hecho de miedos, obsesiones y de constantes fugas adelante para evitarnos a nosotros mismos.

Los problemas médico-sanitarios de esta epidemia, así como los enormes trastornos económicos y sociales que está provocando son y van a resultar enormes. Aún y así, resulta más preocupante la histeria colectiva que se ha producido que la misma enfermedad, la que resulta bastante evidente acabará convertida a medio plazo en una dolencia convencional con la que convivir y que los tratamientos médicos y farmacológicos acabarán para convertir en casi irrelevante.

De momento, sin embargo, el exceso de centralidad informativa del tema, nuestra sobrealimentación sobre ello, su reiteración, nos convierte en criaturas obcecadas y acongojadas. Hay sin duda algunas negligencias e irresponsabilidades por parte de unos medios no muy cuidadosos con los contenidos que nos proporcionan y con los términos alarmantes y agoreros a los que a menudo recurren. Pero una vez más, no matemos al mensajero. El problema principal en estas circunstancias, somos nosotros mismos y nuestras debilidades ahora brutalmente puestas en evidencia.