Si repasamos la lista de los presidentes de la Generalitat, no la lista fantasiosa de Solé i Sabaté, precursor del Institut de Nova Història y de otras collonades, sino la lista real, veremos que es una institución que ha fracasado notablemente. De hecho, constituye uno de los más pesados lastres del sistema de las autonomías. Con una preocupante tendencia a ir empeorando. (Sobre los inventivos criterios de Solé al hacer su lista es recomendable el artículo “Artur Mas, el president tsé-tsé”, de Quim Coll, en El Periódico del 27 de abril del 2015).

Hubo un primer presidente, el teniente coronel Macià, cuyo intento de invasión de Cataluña con una fuerza de hombres armados para proclamar la república independiente --tras recabar la ayuda de la URSS, que lo despachó con buenas palabras-- fue desarticulado por un puñado de gendarmes franceses. El Estado español en vez de fusilarle le permitió hacer carrera política y presidir la Generalitat. Le siguió Companys, que proclamó su república catalana, pero en breve lapso hubo de deponer su actitud y fue puesto a buen recaudo. Al cabo de un año y medio la tolerancia del Estado le permitió volver al palacio de la plaza de Sant Jaume. Pero otro golpista, y de más fuste, el general Franco, lo hizo perseguir y fusilar, convirtiéndolo en mártir de la causa.

Muerto el dictador y reinstaurada la democracia, Tarradellas quizá fue el mejor presidente de la Generalitat, por lo menos el que imbuyó en el cargo un sentido de la dignidad, la honestidad y el decoro, que son valores fundamentales en la representación política. Pero ya el siguiente, Jordi Pujol, fue un (presunto) delincuente económico, esposo y padre de (presuntos) delincuentes, (“deixes” y “misales” y bolsas de basura llenas de billetes hacia Andorra, caso 3%, caso Palau-Catdem, ITVs, etc) que en estos años están teniendo que rendir cuentas a la Justicia. La cual sin duda no se mostrará con ellos muy severa. A Pujol le siguió Maragall, que era honesto e inteligente pero cuando accedió al cargo ya padecía la enfermedad de alzheimer, lo cual explica los vaivenes de su ejecutoria, su “Estatut” con carga separatista redactada por Rubert de Ventós, las charlas a escondidas de su vicepresidente Carod con ETA, etcétera.

Le siguió José Montilla, de quien lo que más se recuerda es que fue un precursor del hoy tan prodigado disparate de que una institución del Estado se pronuncie contra otra, al convocar y encabezar una manifestación contra una sentencia del Tribunal Constitucional. Manifestación de la que, por cierto, tuvo que salir pitando, pues la multitud que tenía detrás no era de seguidores sino de perseguidores…

Al siguiente president, Artur Mas, aunque muchos piensan que hizo méritos sobrados para pasar unos años en la cárcel, solo lo inhabilitaron por desobedecer. Su sucesor, Puigdemont, capitaneó otro golpe de Estado y anda fugado de la justicia.

El sucesor de este, el actual presidente, ampara la insurrección popular y  el sabotaje a ferrocarriles y autopistas y amenaza con proclamar otra vez la independencia. Pero algo bueno hay que decir a su favor: que no quiere convocar elecciones, de manera que por ahora nos ahorramos conocer a alguien que vista la tendencia probablemente será --por inverosímil que parezca-- peor que él.

La presidencia de la Generalitat parece que está gafada o hechizada. Si no se quiere suprimirla, es imperativa una limpia del Palacio. No faltan brujos y magos en la tele que seguramente se podrían encargar de ello, y mientras llegan hay que ir colgando amuletos en puertas y ventanas e ir fregando los suelos con un trapo empapado en agua y vinagre, especialmente por los rincones, que es donde suelen instalarse los malos espíritus.