Parece, en ocasiones, que las cosas no pueden ir a peor. Es una impresión falsa. Siempre pueden ir a peor. Un ejemplo reciente lo tenemos en Cataluña con el denominado proceso independentista. No era sencillo imaginar, visto lo visto y padecido lo padecido, que el independentismo pudiera llevar más lejos todavía el desprestigio de las instituciones autonómicas ni que encontrara en sus filas a un presidenciable más impresentable que Carles Puigdemont. Pero ambas cosas, en fin de cuentas, han ocurrido. Vivimos tiempos de fractura, de vergüenza y de alarma. Por lo que a la primera cuestión se refiere, el menosprecio de la Constitución y el Estatuto de Autonomía han continuado, los intentos de aprobar por la vía rápida leyes imposibles no han faltado y se ha intentado investir a políticos encarcelados o fugados de la justicia --vergonzosamente llamados por los suyos “presos políticos” y “exiliados”, un claro insulto a los que lo han sido de verdad en otras épocas, en España o en el mundo--. Va a costar mucho tiempo y esfuerzos que todos los catalanes vuelvan a sentir como suyas las instituciones autonómicas. Otro destrozo más del procés de marras que podemos sumar, en mayo de 2018, a una ya larga lista.

En otro orden de cosas, Quim Torra supera el tono grisáceo y la imprevisibilidad irresponsable de Puigdemont con sus propósitos supremacistas y xenófobos --explícitos, a diferencia de muchos otros nacionalistas, en donde lo implícito no se desboca (por la boca, la pluma o el teclado), aunque en el fondo exista-- y con aires integristas. Torra se ha convertido supuestamente en el presidente número 131 de la Generalitat. Ya es hora, me parece, de dejar de vivir en el mundo irreal y mítico del nacionalismo y decir con claridad que esta institución fue instaurada en 1931 y Francesc Macià su primer presidente. Aunque tengan el mismo nombre, la Generalitat medieval y moderna nada tiene que ver con la de hoy. Es un simple bulo político e historiográfico. Torra es el personaje número diez que ocupa el cargo (seguimos sin saber qué hacer con los presidentes nombrados entre 1934 y 1936, algunos firmes nacionalistas, pero esta es otra cuestión) y no el 131, o el 130 y medio si tenemos en cuenta que el 130, esto es Puigdemont, es supuestamente también --como afirman los fieles independentistas-- presidente legítimo. ¿Presidente 9 y medio? Maaaaambo.

El tema ordinal es, sin embargo, un tema menor si lo comparamos con las ideas del nuevo presidente Torra. De todos es conocida la polémica generada por sus viejos mensajes de Twitter y sus artículos con expresiones supremacistas y xenófobas, que destilan un profundo odio a los españoles y a aquellos catalanes que se sienten españoles --la mayoría de la población de Cataluña, de hecho, según un buen número de encuestas--. Los defensores de Torra han insistido mucho en un par de ideas a fin de rebajar la gravedad del asunto y frenar una impresión cada vez más extendida: a la cabeza de la principal institución catalana ha sido electo un racista, es decir, un nacionalista étnico que razona e interpreta la realidad en términos de raza y diferencias raciales. Una novedad, sin duda, muy triste.

La primera idea consiste en decir que se trata de simples tuits escritos al calor del debate y sin pensarlos demasiado. De acuerdo. Dejemos los mensajitos antiespañoles al margen. Pero, ¿qué hacemos con las decenas de artículos escritos y bien pensados por Torra, reflejo acabado de su ideario? Pues lo que debe hacerse en estos casos: tenerlos muy en cuenta, ya que constituyen los materiales que nos permiten saber lo que piensa y siente el actual presidente de la Generalitat. La segunda de las ideas se centra en un simple argumento: a Quim Torra solamente hay que juzgarle por lo que haga a partir de su nombramiento (más de uno incluso está dispuesto a blanquear los despropósitos del candidato en sus dos discursos de investidura). No resulta posible olvidarse de quién es y de qué piensa el ya nuevo presidente Torra. El presentismo en el que vive nuestra sociedad no debe ser un obstáculo ni una excusa para conocer las ideas profundas de nuestras máximas autoridades.

Leer y releer los artículos de Quim Torra es instructivo. Permite, ante todo, conectar su independentismo integrista con el de los años 1930: los homenajeados hermanos Badia --Miquel, el Capità Collons, rival político-erótico de Lluís Companys, y el otro-- y el grupo Estat Català. Se trata del más perfecto constructo parafascista de la historia de Cataluña, con sus milicias, uniformes y retóricas, además de los contactos con Mussolini. La admiración de Torra --en 2011 sostuvo que los hermanitos eran los “mejores hombres” de la patria-- es inquietante. Y sus referencias a los españoles y a los catalanes no nacionalistas mucho más. El artículo sobre las "bestias", de 2008, citado cien veces, es especialmente abyecto. Hagan el esfuerzo de sustituir españoles o catalanes españoles por judíos y el texto poco se diferencia de otros, escritos en Alemania o en Francia en la década de 1930 o principios de la siguiente. El final es conocido. En aquella época se deshumanizó o bestializó --bestias, carroñeros, ratas, víboras-- a algunos grupos humanos para poder eliminarlos sin compasión, tras señalar con pintura sus casas o sus tiendas.

Tenemos motivos para estar muy preocupados. Por ello es necesario presentar al mundo al presidente Torra, como hizo Jordi Pujol, a mediados del siglo XX, con el general Franco. Pero quizás no deberíamos quedarnos ahí. Puede que tengamos ante nosotros una oportunidad para pensar abierta y críticamente sobre las concepciones supremacistas y xenófobas del nacionalismo catalán, de ayer y de hoy. Aunque la raza, a diferencia del caso vasco, no constituya uno de los pilares del nacionalismo catalán desde sus orígenes --sino lengua, cultura e historia--, esta no ha estado tampoco nunca ausente, de Valentí Almirall y el Doctor Robert hasta Heribert Barrera y Oriol Junqueras. Lo cultural, sin embargo, siempre ha acabado predominando sobre lo biologizante. Como quiera que sea, detrás del proceso independentista ha habido enormes dosis de un enraizado complejo de superioridad de algunos catalanes con respecto a sus vecinos interiores y exteriores. ¿El racismo de Torra es una anécdota de la historia del nacionalismo catalán o es, por el contrario, la punta de un invisible iceberg xenófobo? La fractura social en Cataluña es tal vez más profunda de lo que pensamos.