La Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA), organismo autónomo adscrito el Ministerio de Educación, acaba de hacer públicos los nuevos criterios que permitirán acceder a la categoría funcionarial de los docentes universitarios (profesores titulares y catedráticos de universidad). En una situación como la actual, presidida por la precarización de las condiciones laborales de las plantillas de profesorado, así como por una notable infrafinanciación de la universidad pública, su oportunidad, cuando no su filosofía inspiradora, parecen altamente criticables.

Nada teme la universidad pública en cuanto a la exigencia de la excelencia de su profesorado. Es más, ha sido dicho profesorado, con un esfuerzo compartido con el personal de administración y servicios, así como con los estudiantes y sus familias, el que ha permitido que nuestras universidades, con todas sus imperfecciones, se hayan mantenido en los rankings pese a su clara desigualdad de condiciones con otros centros universitarios europeos, americanos y asiáticos, que sí gozan de la inversión económica que necesita la educación superior. Y todo ello se ha conseguido, como así puede constatarse en la Universidad de Barcelona, buque insignia del sistema, pese a haber padecido una reducción drástica en los últimos años de las plazas de funcionario; haber asistido a un alarmante envejecimiento de las plantillas; y haber sufrido la apuesta de los poderes públicos, de aquí y de allá, en orden a sobrecargar las figuras de contratación temporal, absolutamente precarias, como la del profesorado asociado.

Cabría esperar que la aprobación de los nuevos criterios de acreditación se hubiese afrontado no solo desde el fomento del máximo consenso posible, sino también con conocimiento del momento y coyuntura en que éstos han de aplicarse. Por desgracia, no ha sido así. Los nuevos criterios han nacido sometidos a la crítica de la oposición y de los sindicatos, así como de la propia Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE), en tanto que suponen una ruptura abrupta del anterior modelo, fundado en los sexenios de investigación, así como una apuesta, no siempre bien reflexionada, acerca de las diferencias entre distintos ámbitos de conocimiento; no siempre dependen del trabajo y decisión de los profesores; son poco realistas en relación a lo "fácil" que pueda resultar ser investigador principal de un proyecto o publicar de forma constante en revistas de impacto; y confunden la excelencia con la hiperproductividad.

Los nuevos criterios de acreditación para acceder a la categoría funcionarial de los docentes universitarios confunden la excelencia con la hiperactividad

Si se me permite el símil, se exige al profesorado universitario jugar en una gran liga de fútbol europea y obtener grandes resultados, cuando lo cierto es que el presidente del equipo (el Ministerio de Educación y la Secretaria d'Universitats de Catalunya) ya hace años que a sus jugadores (las profesoras y profesores) no les compra botas ni ropa, les hace ducharse con agua fría en invierno, les paga tarde o les debe dinero, como pasa con diferentes pagas extraordinarias, les incrementa su carga de dedicación y, por si fuera poco, les critica cuando empatan un partido frente a aquellos centros universitarios que sí disponen de los medios que les permiten alcanzar la excelencia en su juego.

Puede debatirse que sea acertado o no el haber implantado 21 comisiones, en lugar de cinco, o el cambio de puntuación, que de numérico ha pasado a ser sustituido por letras, de la A, que es la mejor, a la E (siendo necesario alcanzar un mínimo de B en docencia y B en investigación, para lo cual, por ejemplo, en Derecho, para convertirse en acreditado a catedrático, se requieren cuatro monografías, quince capítulos de libro, y quince artículos de impacto; y en Física o Química, cincuenta publicaciones), pero hay que denunciar que los nuevos criterios parecen más bien pensados para seguir penalizando al profesorado más joven, consolidar su precariedad laboral, en detrimento de su estabilización y promoción, y apostar por la desfuncionarización del docente universitario, con los riesgos que ello implica para la libertad de cátedra.

La universidad debe cambiar algunas cosas, pero no a costa de los que la han mantenido y mantienen a flote. Penalizarlos, sin un debate serio, es inaceptable en la forma y en el fondo. Por ello, cabe concluir que algunos de los ideólogos de los nuevos criterios de acreditación de los cuerpos docentes universitarios no pueden resultar calificados como excelentes, sino más bien como desacreditados.