La primera vez que sentí ganas de visitar Canadá fue hace unos seis o siete años, después de ver La versión de Barney, una película muy divertida protagonizada por Paul Giamatti, en la que interpreta a un productor de televisión judío perteneciente a la clase acomodada de Montreal que pasa por todos los dramas de la vida: amor, matrimonio, dinero, vejez... hasta que muere de Alzheimer.

La peli está inspirada en la genial novela con el mismo nombre de Mordecai Richler (Montreal, 1931-2001), quien además de ser un gran retratista de la burguesía de su ciudad natal, se dio a conocer por ser muy crítico con el procés separatista que vivió Quebec a principios de los 90, y que culminó con un referéndum por la independencia en octubre de 1995.

Para suerte de Richler --y de los que, como él, pensaban que el "afrancesamiento" forzado impulsado por los nacionalistas quebequenses no era positivo para la provincia-- ganó el NO. En el avión me leí algunos de sus reportajes en The New Yorker, y además de petarme de risa con su humor irónico, me enteré de que en Quebec, en los 90, llegaron a prohibir el inglés en los carteles de bares y restaurantes y en las guarderías, discriminando a la minoría angloparlante y sobretodo a los inmigrantes, motor social de Canadá. Las leyes se suavizaron, pero lo cierto es que hoy en día todas las direcciones y señalizaciones de carretera en Quebec están solo en francés, inclusive la señal de STOP (Arretez).

"Los quebequenses nacionalistas están convencidos de que son una nación, y que el resto de Canadá está formado por vagabundos pseudoamericanos", escribía Richler en The New Yorker en julio de 1991. El autor concluía que los dos grandes frenos al desarrollo de Canadá como nación, “más allá de una coalición a regañadientes de provincias en constante disputa” han sido, desde sus inicios, dos problemas "aparentemente irresolubles": el tema del idioma y las lealtades regionales.

Tres días después de mi llegada a Quebec, corroboro que aquí el idioma que manda es el francés, excepto en el centro de Montreal, donde se escucha más el inglés. Es un francés con acento, e incluso con algunas palabras propias, como "hambourgeois" (hamburguesa). Sin embargo, cuando me pido una en el Reuben’s Steakhouse, uno de los locales emblemáticos de la ciudad, y el camarero me dice que  "eso solo lo dicen en Quebec". También me avisa de que mi hamburguesa medium rare no será posible porque en Canadá está prohibido servir hamburguesas poco hechas desde la crisis de las vacas locas. Mi hermano, como alternativa a una carne dura como una suela de zapato, se pide un sándwich de carne ahumada, plato estrella de la ciudad. Con el otro plato estrella de la zona, la póutine --una guarrada donde se mezclan patatas fritas, queso fundido y salsa de carne-- no nos hemos atrevido.

“No os perdéis nada si no la probáis”, me tranquiliza la empleada de una tienda de alquiler de bicis en un francés sin acento. Me explica que llegó a Montreal cuando tenía dos años, pero que cada verano sus padres la mandaban a pasar los veranos con sus abuelos, en la Savoie. “He tenido mucha suerte de crecer entre los dos países”, dice, señalando la ventana. Fuera, luce un soleado cielo azul y las hojas de los arces salpican de rojo las calles de Montreal. "Se vive bien en Canadá, a pesar del frío que hace en invierno. Las casas están bien acondicionadas y hacemos mucha vida interior. ¡Podemos hacer de todo sin salir a la calle!”, comenta, en referencia al entramado de galerías comerciales que conectan la ciudad bajo tierra. La dependienta portuguesa que me atiende en el departamento de perfumería de La Baie, una de las cadenas de centros comerciales más antiguas de Canadá, no es tan optimista: "aquí todo es muy caro, se pagan muchos impuestos, hay que trabajar mucho... Pero es lo que hay", asegura, después de ocho años en Montreal.

No muy lejos, en el campus de la prestigiosa universidad McGill, los estudiantes salen de las aulas para almorzar. Hay muchos de origen asiático, pero también hindúes y de Oriente Medio. Según el último censo, del 2016, el 21,9% de la población canadiense es inmigrante. Los principales países de origen siguen siendo China, India y Filipinas, seguido de Reino Unido, pero en el último año el grupo que más ha crecido ha sido el procedente de África, según las estadísticas oficiales.