El pasado 25 de abril Portugal celebró el 45º aniversario de su “revolución de los claveles”. Un golpe militar democrático e incruento que provocó la caída de la dictadura salazarista después de su casi medio siglo de mantenimiento en el poder por la fuerza de las armas y a través del poder represivo de la siniestra policía política, la PIDE. Viví de forma intensa y con ilusión creciente, en Lisboa y recorriendo el país vecino como enviado especial de Diario de Barcelona, gran parte de los meses siguientes. Viví con expectación, el 25 de abril de 1975, las primeras elecciones democráticas celebradas en Portugal desde la caída de la dictadura fascista impuesta en 1932 por António de Oliveira Salazar y prolongada incluso después de su forzada retirada por enfermedad en 1968 y su muerte en 1970 por Marcelo Caetano, hasta aquella histórica jornada del 25 de abril 1974. Justo un año después, el 25 de abril de 1975, viví con particular intensidad y emoción el rotundo y merecido triunfo electoral del socialista Mário Soares, con quien tuve la oportunidad de celebrar aquel éxito en uno de los salones de un hotel de la lisboeta plaza del Rossio. Aquellos meses vividos en Portugal hace ya tantos años, así como mis sucesivos retornos posteriores a aquel país, me han hecho seguir siempre con gran interés su evolución política, económica, social y cultural. 

A diferencia de España, en donde la muerte en su cama de nuestro dictador, Francisco Franco, con la plenitud de sus poderes, nos forzó a tener que llevar a cabo un difícil, complejo y con frecuencia sangriento proceso de transición de la dictadura a la democracia, Portugal pudo, gracias a su democrático y potente Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA), acabar en muy pocas horas con aquella dictadura fascista. Con la dictadura acabaron también con un régimen colonial impuesto a sangre y fuego sobre todo en buena parte de África –Angola, Mozambique, Costa Verde y Guinea Bissau–, pero también en Asia –Timor Oriental y Macao–; un régimen colonial que desangró la economía de la metrópolis, benefició solo a unas pocas grandes familias y empresas y causó muchos miles de muertes, también de soldados portugueses, elemento sin duda decisivo en la sensibilización política y democrática de un número cada vez mayor de militares profesionales o de reemplazo.

Casi nada es casual en la vida de las personas. Todavía lo es mucho menos en la vida de los países. La dictadura del fascista Estado Novo salazarista se impuso, sí, por la fuerza, y se mantuvo en el poder casi durante medio siglo a través de una represión policial atroz, pero Portugal no padeció, como sí sucedió en España, una incivil guerra civil de casi tres años con centenares de miles de muertos, fusilados, encarcelados y exiliados; una guerra iniciada con un golpe militar y prolongada mediante una dictadura fascista hasta más allá incluso de la muerte del dictador, durante casi cuarenta años de represión policial incesante, con fusilamientos hasta muy pocas semanas antes de la muerte del dictador en su cama. Tal vez ello explique, aunque nunca lo pueda justificar, que Salazar reposa en una sencilla tumba de un cementerio mientras los restos de Franco descansan en el faraónico y vergonzoso monumento de Cuelgamuros denominado, para mayor escarnio, Valle de los Caídos.

Transcurridos ya 45 años desde aquel histórico y pacífico triunfo de la “revolución de los claveles”, Portugal nos sigue dando un muy buen ejemplo. Sin duda alguna, ejemplo político, pero también ejemplo económico, social y cultural. El socialista António Costa preside un gobierno monocolor que cuenta con un muy amplio apoyo parlamentario, el de su propio Partido Socialista (PSP) y el de las otras dos formaciones de izquierdas, el Bloque de Izquierdas (BI), similar en parte a lo que en nuestro país es Unidas Podemos, y la Coalición Democrática Unitaria (CDU) que, como en España ocurre con Izquierda Unida, engloba tanto a comunistas como a algunas formaciones ecologistas. Se trata de un gobierno con una gran estabilidad en estos últimos cuatro años, a pesar de estar sometido al fuego cruzado de las dos principales fuerzas opositoras, un Partido Socialdemócrata (PSD) que es de centro-derecha y un Centro Democrático y Social (CDS) que representa a la derecha más conservadora.

Con importantes logros económicos –una disminución importante y constante del índice de paro, una sostenida reducción del déficit, un incremento notable de la actividad económica y empresarial, un crecimiento sensible de las inversiones públicas y privadas, un descenso considerable de la prima de riesgo...–, el gobierno monocolor socialista presidido por António Costa ha avanzado en políticas sociales y culturales, tanto por su propia iniciativa como por el impulso de sus dos socios parlamentarios. Nada tiene de extraño, pues, que las encuestas hasta ahora conocidas pronostiquen que en las elecciones generales previstas para el próximo mes de octubre el PSP de António Costa puede vencer con más del 36% de los votos y conseguir de nuevo los apoyos del casi 9% de sufragios que obtendría el BI y más del 6% que conseguiría la CDU, mientras que las derechas sumarían en conjunto apenas el 35%, con cerca del 25% para el PSD y menos del 10% para el CDS.

A la esperanza de los resultados que puedan alcanzar en octubre dos nuevas formaciones políticas de reciente creación, la ultraderechista y populista Chega, y la Aliança, surgida de corrientes liberales del PSD, parece garantizada la continuidad del gobierno monocolor socialista en Portugal. Un par de años atrás, en 2017, los socialistas obtuvieron ya un resonante triunfo en los comicios municipales, con un 38% de los votos y con la ampliación de su ya notable poder local, mientras que sus socios parlamentarios de izquierdas se hicieron con el 13% de los sufragios.

¿No les suena todo esto a algo? ¿No es ahora Portugal un buen ejemplo a seguir por España, y en concreto para el conjunto de las izquierdas de nuestro país? ¿No es precisamente esta la fórmula por la que apuesta ya Pedro Sánchez?