Cuando Manuel Valls apareció en escena, buena parte del elenco catalán y de sus corifeos se empleó a fondo en tratarle con ese desdén tan propio de quien se pretende superior o con mejor derecho; algo muy frecuente entre la nómina que se enseñorea de nuestros centros de poder. “Es un fracasado que viene a entonar su canto del cisne”, se ha podido oír en muchos cenáculos, últimamente. “No conoce Cataluña y pretende gobernar su capital”, han repetido sus rivales, especialmente durante la campaña electoral. Eso, o la urdimbre de un silencio arrogante entre quienes se sienten siempre al cabo de la calle y, ensayando una mirada de complicidad, se reconocen mutuamente en la descalificación, cuando alguien les advierte de las credenciales que presenta el personaje. Valls, con una militancia de 37 años en el Partido Socialista, ha sido concejal y alcalde, consejero regional, diputado en la Asamblea Nacional, ministro del Interior, y primer ministro de Francia. No parece poca cosa cuando se trata de evaluar su biografía o de considerar su experiencia. La que seguramente le ha servido, con tan solo seis concejales, para poner patas arriba el tablero en el que ya se dibujaba el perfil de Ernest Maragall como próximo alcalde de la ciudad de Barcelona, o para significar, en plena negociación para la formación de gobierno, el peligro que supone llegar a acuerdos con fuerzas claramente instaladas en posiciones extremas, aún a riesgo de dejar en evidencia al partido que en mayor medida ha apoyado su candidatura municipal.

Dando por supuesto que en política nada es gratis, no deja de resultar remarcable que alguien preste su apoyo a cambio de nada, con el único objeto de que la ciudad en la que nació evite convertirse en la punta de lanza del independentismo, o que se pronuncie de manera contundente sobre cuestiones que incomodan las pretensiones de quienes han sido en teoría sus principales patrocinadores. Bien es cierto que debe añadirse inmediatamente que movimientos de esta naturaleza casi nunca responden a un impulso instintivo. No es casual que la sonrisa haya vuelto al rostro de Ada Colau y que en la sede de Ciudadanos se hayan oído exabruptos, justo después de que Emmanuel Macron y Pedro Sánchez se hubiesen reunido en París el pasado 27 de mayo. Valls mantiene con el Elíseo una comunicación fluida y España constituye hoy en día una pieza clave para la estabilidad de Europa, lo que equivale a decir que cualquier cesión más allá de lo ideológicamente homologable o que ponga en riesgo la cohesión territorial debe evitarse a toda costa. Y a eso se ha aplicado Valls con notable éxito, a pesar de la discreta representación obtenida en el consistorio que se constituirá el próximo sábado: a hacer Política, con mayúscula. Así que cuando algún bisoño ejerciente de la cosa pública se haga cruces de cómo en un palmo de terreno se pueden ejecutar movimientos de alta precisión, convendría responderle algo parecido a lo que se convirtió en el eslogan del equipo de Bill Clinton durante la campaña que le llevó a la presidencia de los Estados Unidos: “¡es la política, estúpido!”.

Ignoro el destino que aguarda a Manuel Valls a medio plazo, aunque me resisto a creer que permanezca en el escaño del Ayuntamiento durante mucho tiempo. Tanto su experiencia como la capacidad de maniobra que le acompañan presumo que están llamadas a un acomodo más relevante.

Falta un día para la elección al frente de la alcaldía, y en este lapso todo es posible; pero la consulta efectuada por Colau a sus bases parece garantizar que la activista va a postularse, lo que equivale a decir que su victoria está cantada. Y lo que demuestra que si hay algo que un político nunca debe permitirse es el menosprecio del adversario o el establecimiento de exclusiones, eso que ahora se ha dado en llamar líneas rojas o cordones sanitarios. Justamente, lo que algunos han hecho y por lo que acabarán pagando un alto precio.