En menos de dos meses, el PP ha pasado de estar muy cerca de ceder su plaza a Vox como segunda fuerza política en intención de voto, a ponerse por delante del PSOE en todas las encuestas. El ritmo de los acontecimientos es vertiginoso, casi sin tiempo para digerirlos, con caídas y ascensos que asemejan la política a la dinámica volátil de la bolsa en tiempos de zozobra.

Hemos pasado de un enfrentamiento entre Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado que amenazaba con partir en dos a los conservadores, a la destitución de la noche a la mañana de este último por los barones sin mayores explicaciones (tampoco sobre la corrupción sistémica del partido en Madrid), para concluir, acto seguido, con el encumbramiento por aclamación de Alberto Núñez Feijóo como nuevo jefe en una operación limpia y sin heridas.

El Partido Popular ha resuelto raudo una crisis que amenazaba con estrellarlo contra las rocas. No sabemos cuanto tiempo tardará la presidenta madrileña en ponerle peros al nuevo líder, pero su elección como candidato a la Moncloa ha tenido un efecto revitalizante inmediato entre su electorado. “Lo haremos bien”, se conjuraban en el cónclave extraordinario de Valencia y, sin duda, lo han hecho bien. Hace algunas semanas, Pedro Sánchez afirmó en el Congreso que no pensaba aprovechar ese momento tan delicado que vivían los populares para convocar elecciones, pero a buen seguro hoy se alegra de no haber sucumbido a esa tentación.

Si en la Moncloa pensaron alguna vez que el esperado fin de la guerra en Ucrania en dos o tres meses abría la posibilidad de ir a las urnas a la vuelta del verano antes de que sus consecuencias económicas dañasen la senda de la recuperación postcovid, y cuando el PP todavía podía estar convaleciente de su crisis interna, hoy ese escenario está del todo descartado. La guerra de Putin va para largo, es ahora mismo un conflicto impredecible, cuyas consecuencias para el bienestar de los europeos van a ser terribles. Por su parte, Sánchez parece no tener otra opción ahora mismo que agotar la legislatura, estirarla hasta enero de 2024, poniendo buena cara a los golpes que le van a ir cayendo. De entrada, las andaluzas, que Moreno Bonilla se dispone finalmente a adelantar para este junio, y finalmente la gran prueba de estrés que serán las municipales y autonómicas de mediados de 2023.

Es cierto que el aura de moderado que acompaña a Feijoó desmoviliza al electorado de izquierdas. Ahora bien, al igual que ya ha sucedido en Castilla y León, el PP va a necesitar a Vox para gobernar en Andalucía y después en casi todas partes. España no es Francia, ni Alemania, ni Portugal y los populares van a pactar con el partido de Santiago Abascal sin despeinarse. Curiosamente, a Casado le hubiera incomodado más hacerlo que a Feijoó, de ahí el fracaso que supuso para aquel el adelanto de las elecciones catellanoleonesas, mientras el político gallego, que tiene más temple que su predecesor, se ve menos obligado a dar explicaciones. De ahí por ahora su fortaleza.

Pero la política se ha vuelto tan fluctuante como la bolsa, y el efecto Feijóo no va a durar un año y medio. Si en algún momento nos hicimos ilusiones de que el escenario post-Covid iba a ser plácido y previsible, con unos años de paz y prosperidad, la invasión de Ucrania no solo nos ha metido en una guerra, en la que, digámoslo claramente, somos parte beligerante (militar y económicamente), sino que lo ha puesto todo patas arriba. En política, cada vez más, al igual que en la bolsa, cualquier imprevisto, puede cambiarlo todo.