Leí hace unos días un artículo crítico y reivindicativo de --en ese momento una desconocida para mí-- Noelia Bail. Me identifiqué con buena parte de la descripción del extrarradio, muy similar al que viví durante más de tres décadas, un relato repleto de emociones y de denuncia de lo que, según ella, todavía persiste: ciudadanos de segunda y de tercera por doquier, con sus derechos mermados y pisoteados. Tuve la misma sensación que cuando leí Paseos con mi madre de Pérez Andújar, y nuestro amigo de San Adrián forever aludía a mi pueblo como el territorio comanche de La Llagosta.

Cuando con sólo dos palabras una persona describe la vida cotidiana de miles de ciudadanos en sus colmenas, hijos de aquí y de allá venidos en busca de trabajo, las emociones se asoman sin complejo alguno. Aplaudo que una persona que sienta así alcance a ser la líder de un partido con ansias de cambio y de justicia social. Pero entre tantas sensaciones y vivencias compartidas, pese a ser de espacios cercanos pero de tiempos distintos, me inquieta el concepto "nación charnega".

Recordemos cuando se produjo lo que un reconocido periodista denominó el "charnepower". Sucedió hace poco más de una década, el municipalismo socialista del cinturón asaltó la Generalitat y se fusionó en un tripartito nacionalcatalán, donde el plato principal era la nación y la lengua, todo ello regado con buenas subvenciones en beneficio del asociacionismo del "único pueblo".  El charnego se convirtió en comparsa nacional de un proyecto reduccionista y en cómplice de un partido calado hasta los huesos de hispanofobia, esa inmunda lluvia dorada que tanto le agradó a Maciá y a Barrera y que han elevado a dogma los último retoños, tan ricamente amamantados por abuelos franquistas.

No, no ha existido ni existe una nación charnega. Es una construcción simbólica del catalanismo xenófobo. Hacer suya la representación de esa imagen como signo de identidad de un grupo social sometido es compartir el desprecio hacia esos miles y miles de andaluces, a los que solidaria y familiarmente alude Bail. Desde el momento que el pujolismo secuestró algunos términos y los convirtió en conceptos cargados de ideología supremacista, el uso de esos mismos conceptos es un ejercicio --consciente o no-- de imposición o sumisión, según el caso.

Aún más, si se defiende la diversidad y el esfuerzo, es incomprensible que se afirme --como sugiere Bail-- que el bilingüismo es separador. El bilingüismo es signo de pluralidad y de democracia, de resistencia contra la discriminación cultural. Y no me refiero solo al bilingüismo como práctica cotidiana sino también como derecho de cualquier ciudadano a recibir la enseñanza en cualquiera de las dos lenguas propias de Cataluña. Dos y no una son las lenguas maternas que se hablan en Castelldefels --el pueblo de Bail-- o en La Llagosta --el mío--. Y ninguna debería ser considerada superior a otra, ni en el sistema educativo ni en la administración. Los que defienden la imposición de una sobre otra bien pudieran ser considerados neoinmaculistas, excelsos defensores de dogmas revelados y contrarios a la convivencia y al sentido común.

Como Bail, "yo no soy de aquí. O sí. De aquí y más allá". Otro asunto es, como hace el podemismo, ponerse en medio a ver pasar la discriminación nacionalista mientras me cubro con el manto de la justicia social. No hay justicia posible si no se cree en la utopía de la libertad y la igualdad. La nación charnega no existe ni es una esperanza de cambio, es un tópico imaginario que tan solo sirve para ahondar en la división entre catalanes, una separación que tanto placer genera a algunos, sea por el sesgo sonoro de sus apellidos o por la ocupación amarillenta de sus espacios que, sin embargo, son públicos.