No me gusta la playa. Mis amigos ya saben que lo peor que pueden hacer conmigo en verano es proponerme un plan que incluya pasar varias horas tumbada en la arena, rodeada de familias con niños pequeños que chillan cada vez que los salpica una ola, grupos de adolescentes comentando a bocajarro la farra de la noche anterior o parejas (no tan jóvenes) con el cuerpo cubierto de tatuajes y las nalgas relucientes de aceite solar dándose el lote a mi lado. 

Me pone de mal humor notar que me estoy asando de calor bajo un sol abrasador, que tengo el culo todavía mojado, que me arden los hombros y las pantorrillas, que el dedo pequeño de mi pie roza peligrosamente una colilla o un tapón de botella enterrado en la arena. Y qué decir si llego a toparme con alguno de los seres vivos que habitan en las salvajes aguas de la costa del Maresme: 

“¡Un pulpo, papá, un pulpo!”, recuerdo que un crío chillaba como loco mientras apuntaba con el dedo el bicho traslúcido que se aferraba a su pierna. Contemplé la escena desde mi toalla, sintiendo que un escalofrío recorría toda mi espalda. La visión de los tentáculos babosos del animal atrapados en la pierna del niño me dio tanto repelús que opté por no bañarme más. Aunque un pulpo es lo de menos. Una mañana, después de una tormenta, me encontré con una rata muerta junto a la orilla, cerca de la desembocadura de una riera. Tenía el vientre inflado y estaba tan llena de agua que parecía un animal de otro planeta. Colgué la foto en Instagram y durante un tiempo estuve recibiendo mensajes de gente que no se metía en el agua por culpa mía. “Es lo que hay”, les decía.

 También me da mucho repelús ver una medusa, rozar un alga con los brazos o descubrir que estoy nadando rodeada de una sospechosa espumita. Cuando sucede esto último, empiezo a nadar --estilo crol-- mar adentro, rezando para que no me dé un calambre en la pierna o un corte de digestión y me ahogue sin que nadie se dé cuenta. A los pocos segundos estoy agotada y tengo que detenerme para coger aire (nunca he conseguido sacar la nariz para respirar sin acabar tragando agua), pero es entonces cuando se produce el mejor momento: flotando en el agua, vuelvo la cabeza atrás y me quedo ensimismada contemplando las maravillas de la costa del Maresme: el tren de Cercanías, con su zumbido largo e inconfundible, haciendo vibrar las catenarias, el tráfico de la Nacional-II, la imponente silueta de una fábrica de detergentes construida junto al mar, con sus chimeneas humeantes manchando de nubes blancas el cielo azul.

Para relajarse aún más, al salir del agua siempre está la opción de refugiarse en un chiringuito y disfrutar de una comida con el bañador mojado, notando que las piernas se te enganchan a la silla del plástico por culpa del sudor, viendo pies descalzos jugueteando con las chancletas bajo las mesas, y disfrutando de un vino blanco caliente y aguado por culpa de meter hielos dentro de la copa. Hay gustos para todos. Yo, personalmente, prefiero evitarme todo esto. A no ser, claro, que me lleven a una playa de las Baleares o de la Costa Brava un día entre semana, fuera de temporada --un miércoles soleado de mediados de junio, por ejemplo, cuando el agua aún está muy fría y se te pone la piel de gallina cuando sales del agua y te tumbas en la toalla-- y que luego me prometan un arroz de pescado como dios manda y un buen vino blanco, seco, muy frío. De postre, helado de turrón y una siesta bien acompañada, con la piel todavía salada.