Fiat había hecho una propuesta a Renault que no podía rechazar. Pero la ha rechazado, aunque formalmente ha sido Fiat la que ha retirado la oferta. Unir una empresa italiana con un accionista familiar de referencia con otra francesa, donde es el Estado (y los sindicatos) quienes llevan la voz cantante, todo ello aderezado con un par de empresas japonesas aliadas que, además, tienen accionariado cruzado, no ha sido posible. Demasiados intereses diferentes para ponerse de acuerdo.

Sobre el tablero tenía todo el sentido industrial del mundo. Fiat Chrysler Automotive (FCA) ofrecía fundamentalmente dos productos que complementaban muy bien la gama Renault: el Fiat 500, un coche rentable, o muy rentable en la versión deportiva (Abarth) y una marca americana, Jeep, que funciona muy bien. El resto no era gran cosa, pues la fusión de FCA se hizo con más astucia que dinero y se ha concentrado en lo esencial, dando una muestra de pragmatismo que bien quisieran muchas empresas. Alfa, Maserati o las marcas que reposan en el fondo del armario (Lancia e incluso Chrysler) complementaban un portafolio cuando menos interesante al que se le unía un evidente saber hacer coches, porque Fiat podrá acumular errores en varios campos, pero no en su maestría fabril, y una presencia más que interesante en Brasil y China. El solape con Renault no era muy grande, sino más bien complementario. Además, había un cierto compromiso de mantenimiento de empleo en Francia a cambio de permitir un dividendo extraordinario para la familia Agnelli previo a la fusión, lo que también simplificaría la ecuación de canje.

Teoría muy bonita pero derrotada por los intereses de un Estado que ejerce, de verdad, de empresario, pues Francia es, probablemente, el último gran Estado occidental que tiene a gala serlo. En un momento tan crucial se ha echado de menos a dos auténticas estrellas del firmamento automotriz. Sergio Marchionne, presidente de Fiat, falleció el verano pasado, y Carlos Ghosn, presidente de Renault, fue encarcelado en Japón en diciembre pasado por unos “problemillas” con sus gastos, puede que suficientes para despedirle, pero no para el maltrato cruel que todavía sufre. Sin duda es un rehén en un choque entre Estados. Con ellos al frente de sus empresas, la operación puede que hubiese embarrancado por el peso de sus egos, los dos hubiesen matado por ser presidentes, pero hubiese tenido más recorrido. Hoy los dos están muertos (uno físicamente y el otro profesionalmente) y se les echa mucho de menos. Es muy triste retirar una oferta porque la contraparte no responde a tiempo. ¡La bureaucratie al poder!

Aunque la fusión se centra en Fiat y Renault, Italia y Francia, probablemente el principal freno ha sido Nissan. La creación de la alianza Renault-Nissan-Mitsubishi, una especie de fusión fría, fue una magnífica idea de Carlos Ghosn, pero al tratar de convertirla, con el soporte del Estado francés, en una absorción, la reacción de Nissan, o mejor dicho, de Japón, fue virulenta. Hay indicios de que había “asuntillos” mejorables en la gestión de gastos del ya ex presidente de Renault, pero desde luego su final ha sido cruel. No es normal meter en la cárcel al presidente de un grupo en un país supuestamente amigo antes de saber de qué está acusado. Por eso es indescifrable el papel que han jugado en esta nonata fusión las dos marcas japonesas. Sin ellas no solo se perderían ventas y alcance geográfico sino, sobre todo, liderazgo en la electrificación del coche, pues los japoneses están muy adelantados en este terreno respecto europeos y americanos.

El sector del automóvil es maduro y ya tiene un alto grado de consolidación. Pero las exigencias de inversión son cada vez mayores, y la única manera de acometerlas es alcanzando masa crítica. Para lanzar un nuevo coche al mercado se necesitan unos 600 millones de euros. Si solo se vendiese un coche de cada modelo, su precio tendría que ser de 600 millones de euros más los costes variables de fabricación. Este precio bajaría a la mitad si se produjesen dos, y la amortización de las inversiones quedaría en 600 euros si se vendiese un millón de unidades del mismo coche. Por eso es muchísimo más caro un Ferrari que un Golf, porque se venden muy pocos coches, y por eso muchos de sus procesos son artesanales. Como no es sencillo acertar en todos y cada uno de los modelos, los fabricantes hace tiempo que desarrollaron el concepto plataforma, es decir, hacer común todo aquello que el cliente no puede ver, tocar ni siquiera sentir.

Probablemente, el que antes y mejor desarrolló este concepto fue Volkswagen, y gracias a él ha podido desarrollar una potente estrategia multimarca que hace que muchas piezas (un 60% o más) sean comunes al Golf, León, Beattle, A3, Jetta, T-Cross, Ateca, Scala, Octavia, TT, Q3, Scirocco, Eos... y alguno más que me dejo, además de sus variantes station wagon, 3 y 5 puertas, descapotable, etc. Cada año se venden más de 4 millones de coches de vehículos que usan esta plataforma, por lo que la inversión requerida se diluye muy bien. Y Volkswagen, no contento con esto, lanzó hace unos años una versión más avanzada, la MQB, que hace que las plataformas compartan piezas. En resumen, se trata de compartir inversiones entre muchos vehículos para reducir los costes fijos.

La transformación acelerada hacia el vehículo eléctrico ha hecho que las inversiones se multipliquen. Por poner solo un ejemplo, Volkswagen ha anunciado un ambicioso plan de inversiones (50.000 millones de euros hasta 2024) para lanzar coches pensados desde el inicio como eléctricos, coches autónomos y servicios de movilidad. Con estas mareantes cifras, el tamaño importa y toda fusión tiene sentido económico. Pero los intereses no económicos han vencido en este caso. Fiat, Renault, Opel, Ford... tendrán que hacer algo. Solo sobrevivirán los fabricantes que vendan cada año 10 millones de coches o más. El centro del mundo hace tiempo que no pasa por París.