No soy sovietólogo, ni puedo opinar sobre la dacha de Galapagar, nunca me han convidado allí a tomar el té. Eso sí, confieso que me gustaría adivinar los resortes mentales --evidentemente los ideológicos-- que mueven la práctica política de Pablo Iglesias, tanto en el seno del gobierno de España, como respecto a Cataluña. No voy a recurrir a lo fácil. A estas alturas del serial me parece aburrido, y reiterativo, hablar  de Puigdemont o del exilio. Ahora bien, creo que tiene un cierto interés intentar dilucidar cuáles son las razones que impulsan a Pablo Iglesias a lisonjear al independentismo y sus próceres.

Los piropos, en política, casi siempre encierran intenciones aviesas. Pablo Iglesias es una persona que ha mamado la política desde su tierna infancia, que ha estudiado y obtenido excelentes notas en las universidades, que ha complementado su formación académica con experimentos comunicativos y mil cosas más. Cuesta creer que sus apariciones en el circo mediático, no obedezcan a un estudiada estrategia de supervivencia en un escenario político, cada vez más complejo y competitivo. Las elecciones catalanas están a la vuelta de la esquina, y los sondeos no auguran un resultado espectacular para las listas de ‘En Comú Podem’.

El podemita sabe que el ‘efecto Salvador Illa’ pasa el rastrillo sin hacerle asquitos al ámbito de la izquierda radical. En la memoria de Iglesias aun retumba lo acaecido en los últimos comicios de Galicia y Euskadi, en los que Unidas Podemos pinchó estrepitosamente. Si por ventura ello también ocurre en Cataluña, su liderazgo podría quedar en tela de juicio. Ya saben ustedes que la argamasa que conforma Unidas Podemos, y también ‘En Comú Podem’, no es precisamente de hormigón armado. Detrás de Ada Colau poca cosa hay que tenga tirón electoral. Y es en esta coyuntura tan delicada para la formación morada, donde los consejeros áulicos llegados de Barcelona --Jaume Asens y Gerardo Pisarello-- entran en acción.

¿Cómo? Convenciendo al madrileño de que lo óptimo para su liderazgo es conseguir un gobierno de coalición en Cataluña de Esquerra Republicana y los Comunes, ante la mirada resignada de un PSC, al que se le exige sentido de la responsabilidad institucional. En el fondo, el sueño de esos consejeros áulicos contaminados de procesismo --un monitor de fugas y un arranca banderas-- es colocar a los socialistas Miquel Iceta e Illa de espectadores en los márgenes de la política catalana. Actúan así porque temen desaparecer como experimento político, debilitados por su propia y contradictoria heterogeneidad, fagocitados por el voto útil para el cambio que puede encarnar Salvador Illa.

Pablo Iglesias, como buen lector de El Príncipe, cuida y mima a los independentistas catalanes, al tiempo que busca congraciarse con los nacionalismos periféricos. No sólo les regala los oídos sino que, incluso, incorpora a su propio discurso exigencias, conceptos, léxico y términos del universo simbólico secesionista. Iglesias es consciente de su debilidad numérica respecto al PSOE en el Congreso de los Diputados, y también en el seno del Gobierno de España. Quizás por todo ello intenta articular y capitanear un totum revolutum de fuerzas parlamentarias, una alianza que le de un plus de peso político a la hora de negociar con Pedro Sánchez. Alguien escribió en alguna parte que Iglesias se columpia entre el radicalismo, la maniobra y la gobernanza; alguien también apuntó que le gusta mutar el cartesiano ‘cogito ergo sum’ por el ‘provoco luego existo’. Y así va sobreviviendo con andanadas antimonárquicas, guiños a los prófugos de Waterloo y programas de televisión de máxima audiencia. Lo dicho: nada es casual, ningún piropo político es gratis. La estrategia de los consejeros áulicos llegados de Cataluña, impregnados de procesismo, impele a Iglesias a rendir pleitesía al independentismo como método para conseguir taurina y sobrevivir.