El domingo 20 de mayo en Llafranc el cielo parecía acabado de pintar de un azul reluciente sin una sola nube. La climatología caprichosa de la primavera había dado paso a una jornada plenamente estival. Todo parecía indicar que aquel sería --¡por fin!-- el tan anhelado primer día playa. Los viandantes del paseo se desperezaban en aquellas primeras horas de la mañana profiriendo ligeros sorbos de café en las terrazas con escasos periódicos bajo el brazo, encargando las paellas del mediodía y preguntándose los unos a los otros "¿qué tal ha ido el invierno?". El mar presentaba una textura de mermelada y los árboles se precipitaban hacia él por abruptos acantilados moteados de verde confiriendo al paisaje la categoría de postal.
Desde la lejanía todo parecía como dispuesto para un encuentro de voleibol sobre la arena. Las banderas ondeaban flameadas al viento, marcando el límite exacto del cercado. Había una desproporción de la escala. A tanta enseña no le correspondía aquel entorno tan contenido con unos pinos aún en edad de crecer, ni aquella primera línea de edificaciones que con su altura comedida pretendía constreñir el alud urbanístico que se entrevía detrás de ella. Sobre la arena, las cruces clavadas provocaban la extraña sensación de haberse equivocado de emplazamiento remitiéndonos a un osario inexistente. La tonalidad resultaba estrepitosa en aquella suave paleta cromática. El pintor Joan Miró decía que el amarillo era un color difícil.
Los turistas andaban atareados con los móviles dando cumplida cuenta de aquella performance, aquella postrera demostración del typical spanish; los habituales mostraban su extrañeza por la aparición y los del lugar remarcaban el origen foráneo de la iniciativa, ya que por lo visto había partido de Palafrugell. Es sabido que el mal siempre es exógeno y que siempre procede de fuera. Predominaba un sentimiento mezcla de sorpresa e irritación mal disimulada --mientras los niños empezaban a trastear con las cruces-- ante lo que tenía todos los visos de ser una intromisión, puede que incluso una violación, en un espacio cuyo uso estaba perfectamente reglado desde tiempo inmemorial, pulido por la convivencia como un canto rodado sin aristas.
Los cuerpos aún blanquecinos permanecían extendidos sobre las toallas que formaban un damero multicolor. El protocolo es muy estricto propio de una playa familiar, de gente "de toda la vida" que comenta la temperatura del agua o el viento predominante en cada momento con reconocida autoridad. No hay a la vista ni un centímetro de carne de más. Los niños chapotean provistos de palas y cubos bajo la mirada atenta de los padres que entablan conversaciones banales en riguroso español. Todo transcurre con una estudiada monotonía.
Llegan, de repente, los ecos de un tumulto. Algunos, pocos, no ponemos en pie. De un extremo a otro de la playa corren versiones de lo sucedido y se identifican a las protagonistas locales con total nitidez. Poco a poco se regresa a las posiciones de origen. Ya han dado las dos. Las madres recopilan los enseres y a los niños. Los maridos se prestan a recoger los arroces encargados. Es la hora de partir. Al lado, una pareja joven habla sobre los planes del verano mientras ella bocabajo se quita la pieza superior del bikini, y él amorosamente le extiende la crema protectora.
Las redes sociales darán bien pronto cumplida cuenta de la noticia. Sin embargo, no hay novedad alguna. Tucídides en su Historia de las Guerras del Peloponeso del siglo V a.C. ya explica el porqué de lo sucedido: "El valor heredado de los nombres con que se daba significado a las cosas se volvió arbitrario". Y, de esta forma, "toda clase de maldad imperaba en toda Grecia en virtud de su sedición".