Uno de los viejos aforismos de la política española y catalana va a ser enterrado en este nuevo curso político, si los sondeos no nos engañan y el ejemplo andaluz se exporta al Congreso y a un sinfín de ayuntamientos y gobiernos autónomos. La irrupción de Vox en las instituciones, este revival franquista disfrazado de antisistema y empujado por los descontentos con el curso de la vida en general, permitirá deshacer una de las mentiras más socorridas de la política. Durante años, hemos oído decir a diestro y siniestro que el PP y el PSOE eran lo mismo, una afirmación facilona que permitía descalificar a los dos partidos de un plumazo y así ahorrase el entrar en detalles. A partir de ahora, la asociación con la extrema derecha y su programa escalofriante se convertirá en la línea divisora de los unos y los otros.

José Luis Rodríguez Zapatero ha bautizado la nueva alianza de la derecha como el three party, en clara referencia sonora al tea party, una de las infusiones ideológicas preferidas de Donald Trump. Tal vez el expresidente pensara también en el Big Three de Boston Celtics, la clave de los muchos éxitos de esta franquicia de la NBA. Las dos cosas pueden ser verdad para pronosticar un futuro a corto plazo de esta santa alianza de la derecha extrema y la derecha con aspiraciones de centro, materializada por activa o por pasiva según las exigencias del guion en cada institución. La cuestión que les une es apartar al PSOE del poder de donde sea (de rebote también a Podemos), desfigurar al Estado de las Autonomías, enterrar al independentismo bajo el peso de la ley --retocada si viene al caso-- y retroceder lo máximo posible en la legislación social y de género.

Podemos ya se ha dado cuenta de lo que le viene encima al país de triunfar por doquier el three party. Los partidos independentistas, los otros usuarios habituales del aforismo, se lo están pensando. El soberanismo ha crecido a la sombra del esquematismo formulado frívolamente por Jordi Pujol en sus tiempos felices y le cuesta algo más que al resto de afectados aceptar que el PSOE y el PP no son, ni han sido, lo mismo, en términos generales y más aún, en particular, para lo nuestro. ERC y PDeCAT, además, viven atados a nuevos eslóganes muy limitadores del ejercicio de la política. El más conocido y repetido es "mientras haya presos políticos y exiliados no se puede negociar". Es una promesa a los suyos tan rotunda como comprometedora.

De persistir en esta posición, no haría falta decir más. Simplemente esperar al día siguiente a la sentencia del juicio a los procesados para hacer cálculos del tiempo de excepcionalidad pendiente. Las voces que desmienten la infalibilidad de quienes defienden este axioma se dejan oír con mucha cautela. Incluso el gobierno de Sánchez sabe que hay poco que avanzar en el fondo de la cuestión territorial mientras no se sepa cómo quedan los procesados. Y, aunque la Generalitat les atosigue con propuestas esencialistas del presidente Torra o inviables del gobierno de ERC y PDeCat, no va a mover una coma ni dejar de subrayar la bondad del diálogo para mantener vivo el diálogo.

Una redundancia que tiene su valor político. La cuestión es que para mantener la provisionalidad que un día debe permitir hacer un cronograma enmarcado en la seguridad jurídica del Estado de derecho, todos saben que hay que evitar un gobierno del three party y esto se consigue, en primera instancia, aplicando a los presupuestos la mayoría de la moción de censura. El secreto está en ganar tiempo. Puigdemont y Torra están cómodos en la vigencia de los viejos y nuevos aforismos y se resistirán a aceptar que el PSOE no es exactamente lo mismo que el PP porque no libera a los presos antes del juicio. Que Pablo Casado haya pisado la línea roja en la que habita Vox no parece impresionarles. Tal vez prefieran esperar a una demostración práctica de las diferencias.