La Guardia Civil se ha sumado al “ho tornarem a fer” ("lo volveremos a hacer") del movimiento independentista. Malas noticias para el futuro inminente; para el futuro en mayúsculas, ni se sabe, de lo lejos que nos queda y lo negro que se intuye. Ya sabemos lo que hicieron ambas partes hace dos años, y la sola formulación de la idea de que vaya a repetirse es una pesadilla, porque implica que ninguna de las partes ha tomado conciencia de los errores cometidos ni tienen ninguna intención de evitar los excesos propagandísticos, políticos, policiales y judiciales protagonizados en otoño del 2017.

El Parlament aprueba una resolución legitimando la desobediencia institucional y otra pidiendo que la Guardia Civil desaparezca de Cataluña, y a los pocos días la Benemérita celebra la fiesta de su patrona en Barcelona con un despliegue de medallas y una glosa de los servicios prestados en la lucha contra el independentismo que incomoda a los mandos de los Mossos invitados a la fiesta. Para rematar, el general Pedro Garrido, parafrasea al presidente de la Generalitat para advertir que volverán a hacer lo que hicieron “cada vez que haga falta”.

Los mandos de los Mossos presentes en el acto debieron sentir la misma sensación de abatimiento que mucha otra gente soporta cuando oyen a Torra anunciar que lo volverán a hacer. No se trata tanto de comparar lo que protagonizaron unos y otros en aquellas fechas de tensión, porque la naturaleza y la gravedad de sus respectivos actos fue muy diferente, sino de temer que la concatenación de los mismos factores se repita y volvamos a deambular por el abismo. No estoy muy convencido de que la repetición histórica de unos hechos dramáticos los convierta en una farsa como aseguraba Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte.

La diferencia entre el primer acto y el segundo (si es que vivimos una réplica) es que algunas incógnitas nos fueron desveladas en octubre del 2017. La más relevante, sin duda, la predisposición del Estado a actuar con toda la fuerza de la ley, llegando al exceso sin miramientos; mientras que el independentismo oficial, en el Parlament y en el Gobierno de la Generalitat, tuvo que admitir sin tapujos que no había nada más allá de la propaganda y una notable fuerza electoral. El resultado del choque entre estas dos fuerzas totalmente desequilibradas es conocido.

La gravedad del asunto radica en que aquel encontronazo entre el Estado de derecho en pie de guerra y la desobediencia protagonizada por un gobierno autonómico abrazado a un derecho que ni la ONU reconoce para Cataluña tuvo graves consecuencias para sus dirigentes, para todos los ciudadanos y para sus instituciones, comenzando por la propia Generalitat y alcanzando a los poderes del Estado y a los mismos cuerpos policiales. Es sorprendente la alegría con la que unos y otros protagonistas proclaman su predisposición a repetir la maldita experiencia.

En este escenario, el conjunto de la ciudadanía somos simples prisioneros de la retroalimentación de los bandos, pendientes de que en el peligroso juego de la acción y la reacción, de la provocación y la indignación, a nadie se le vaya la mano. Intuyendo, además, que ninguna maniobra planteada en los actuales términos de orden público y desgaste del Estado nos acerca, ni por asomo, a una eventual solución del conflicto político. Mucho riesgo para no avanzar ni un milímetro, en todo caso para retroceder al 23 de octubre de 1977; sin embargo, a todos se les ve felices de volver a la andadas.