Con más de 400.000 fallecidos a nivel planetario y unas sombrías perspectivas económicas, el mundo está patas arriba. Sin embargo, sube la bolsa. Para un profano a quien los mercados financieros resultan más peligrosos que jugar a la ruleta rusa, es una gran incógnita. Tal vez sea resultado del delirio de las expectativas o quizá del ansia de los codiciosos. Sin duda, hay mucha masa monetaria en busca de rentabilidad, aunque sea en un casino global. Y si encima hay bote, se anima la inversión. Es como si hubiese acabado la pandemia y apareciesen ingentes posibilidades de recuperación. El exceso de confianza puede acabar siendo un espejismo que no se ajusta a la realidad.

Para un simple observador, se percibe cierto cambio en el estado de ánimo individual y colectivo, pese a estar en plena desescalada. Al borde del ataque de nervios, desde hace unas semanas parece que se hubiera activado un resorte que deshabilitase estilos de vida y comportamientos obligados soportados con estoicismo y resignación. Hemos pasado del “venga”, “ánimo”, “queda menos”…  al silencio en WhatsApp por cansancio o hartazgo. Aguantamos ejemplarmente dos meses. Ahora, es difícil saber con precisión qué es lo que inquieta, en general y en particular. A cada cual le preocupa una cosa distinta y, desde la crisis sanitaria hasta la económica, del empresario al que se hundió la facturación o el trabajador que no ha percibido el importe del ERTE, el adolescente enjaulado o los convivientes que ya no se soportan, hay una caterva de posibilidades para explicar una sensación de malestar, de “estar rayado”.

Si dejamos una puerta abierta al optimismo, podemos consolarnos con el llamado “aplanamiento de la curva” de infectados y el parón de las muertes. Pero tampoco echemos las campanas al vuelo: se aventura un monumental colapso en los tribunales de justicia para años y en Cataluña se evalúa en 70.000 el número de intervenciones quirúrgicas aplazadas. Mientras, el baile de cifras no cesa y ya empieza a hablarse de las víctimas colaterales: se estima en doce mil el número de personas fallecidas que estaban acogidas a la ley de dependencia. Son muchas las tareas pendientes, entre las que no será menor la de las residencias de ancianos que será preciso regular en una línea de habitabilidad y --por qué no decirlo-- evaluar como cotiza el valor de la vida, en una sociedad cada vez más envejecida. Y encarecerlas hará imposible el acceso a las mismas de mucha gente.

Pensar ahora en un eventual repunte de la pandemia pone los pelos como escarpias. Entre otras cosas porque nos enfrentaremos al debate de salud y confinamiento --atender una nueva emergencia sanitaria-- o hambruna y desempleo --por riesgo de nuevo cerrojazo económico--. El riesgo cero no existe: hay o no hay, bajar la guardia equivale a un peligro de suicidio colectivo. Al final, ya sabemos de la obligatoriedad de ir pertrechado de la mascarilla, durante largo tiempo. Después de mucho marear la perdiz, hasta la OMS ha recomendado la necesidad de su uso. Está claro que no se decidió antes su uso habitual por el simple hecho de que no había. Tampoco hacía falta haberlas demonizado tanto. Pero tampoco somos un país muy dado al respeto a la norma, lo normal es oponerse a ella. En estos días de caza y captura de mesa en terraza, la mascarilla ha empezado a perfilarse como un delicado complemento en plena canícula estival que puede exhibirse colgado del brazo cual cesta de Caperucita. Al tiempo, para que las veamos de sofisticados diseños.

Mientras tanto, en estas circunstancias, la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica del Congreso --por nombre rimbombante que no quede-- vive en una especie de limbo sin ser motivo de interés alguno. Mal asunto. Si admitimos que las expectativas mueven platillos, falta saber si aquellas encontrarán la materia gris política e institucional necesaria para hacer posible un plan de inversiones y prioridades con cara y ojos, asentado en una colaboración público-privada y capaz de trenzar complicidades. La tarea no será fácil en un ambiente de disenso que complica cualquier garantía de seguridad jurídica que favorezca la capacidad de captar inversiones. Pensar en un mecanismo similar al de la aprobación hace nueve años de la ley de Estabilidad Presupuestaria impuesta por la UE, por vía de una reforma constitucional, parece misión imposible.

El espectáculo político que vivimos cada semana no contribuye a ser optimista. El Gobierno mercadea prórrogas como si estuviésemos en un gran zoco en el que se regatea cada transacción. Solo faltaba estos días Pedro Sánchez como flautista de Hamelín --ciudad alemana, casualmente-- tratando de atraer turistas extranjeros o la Generalitat emitiendo cantos de sirena para captar visitantes españoles. Mientras la oposición sigue atrincherada en el hostigamiento puro y duro. Una estrategia que moviliza a los muy propios pero genera anticuerpos en mucha gente “normal”.

La “mayoría silenciosa” es un viejo recurso del populismo de derechas, utilizado cuando y como conviene. En estado de reclusión, las encuestas tienen una dudosa fiabilidad. Pero ni el virus ha desgastado tanto al Gobierno, ni el PP ha generado expectativas suficientes como alternativa atractiva. Entre otras cosas, porque en medio de los extremos movilizados permanentemente hay una masa de ciudadanos que quiere vivir tranquila, superar incertidumbres y eliminar temores.