Nunca un gobierno tuvo tanto dinero a disposición como prevé tenerlo el presidido por Pedro Sánchez, aunque también es verdad que la profundidad de la crisis sanitaria y social a la que debe enfrentarse es desconocida, y probablemente todavía no haya tocado fondo. Según el presidente del gobierno estamos ante la oportunidad de una segunda modernización de la economía española, con mucha financiación europea por delante y  flexibilidad para el tope del déficit público. Si no fuera por los miles de muertos, parecería un cuento de hadas, en todo caso, una ocasión de oro para que el consenso político estuviera a la altura del reto. Pero todos sospechamos que no va a suceder así, desgraciadamente.

La teoría viene diciéndonos que unos presupuestos expansivos serían mucho más fáciles de negociar porque la gran mayoría de pretensiones de los grupos podrían ser atendidas. No hay pruebas de ello, porque la reciente crisis económico se enfrentó con políticas restrictivas y nadie recuerda un aumento del 53,7% de techo de gasto de un año para el otro. Al país le va el futuro y al gobierno de PSOE-Unidas Podemos la legislatura. Pero, ¿qué hay en juego para la oposición?, ¿especialmente para el PP?, porque Ciudadanos hace ya días que está situado en el circulo de interlocutores preferentes del gobierno.

El ejercicio de la responsabilidad propia de un partido de estado, responderíamos todos a una a la pregunta de que ésta en juego para el PP. Y sin embargo, algo nos dice que no va a resultar sencillo, a menos que en las próximas semanas Pablo Casado se vaya a caer del caballo de la tensión y el enfrentamiento, tal vez empujado por sus dirigentes autonómicos. Pedro Sánchez lleva meses llamando a la unidad, y ahora con estas cifras astronómicas a su alcance, redoblará su oferta, pero no pone todas sus esperanzas en el cesto de la relación directa con el jefe de la oposición, y se ha cuidado de que autonomías y ayuntamientos puedan evaluar el cambio substancial de sus perspectivas presupuestarias.

El aumento de transferencias directas y el levantamiento de la regla de gasto suponen para la administración autonómica y la local una dosis de oxígeno salvadora para múltiples gobiernos de todas las familias políticas, incluida, claro, la popular. Para cimentar esta búsqueda de aliados por toda España, el presidente del gobierno no ha dudado en forzar la entrada en razón de la ministra de Hacienda, que hace unas semanas hizo creer al Congreso que no había fórmula alternativa para enviar dinero a las haciendas locales que su rocambolesco plan de prestarles a los ayuntamientos sus propios ahorros.

Pablo Casado puede elegir el papel de estatua, esperando que el gobierno Sánchez se ahogue en la gestión de tantos proyectos, intuyendo que las exigencias de administraciones y sectores económicos y sociales siempre superarán las posibilidades financieras, por muy altas que estas sean. Es una posibilidad, sin duda escasamente patriótica, especialmente para un líder que vive de proclamarse el patriota por excelencia. 

La espera puede hacérsele larga al líder de la oposición, puesto que resulta previsible que de aprobar estos presupuestos las elecciones generales en España se alejen hasta el final de la legislatura. En este horizonte, la única aspiración del PP pasaría por esperar que PSOE y Unidas Podemos no consigan aprobar los presupuestos. Realmente esta hipótesis supondría un fracaso histórico para Pedro Sánchez, y para España, por supuesto, tanto en términos de prestigio internacional como de estabilidad política. Sin embargo, nada permite pensar, a día de hoy, que los presupuestos acaben en fiasco, más bien toto lo contrario.

El presidente Sánchez vuelve a estar on fire, donde se mueve mejor, en el alambre y en el manejo de la comunicación política. En su presentación de los grandes objetivos nacionales posibles gracias al esfuerzo y solidaridad de la Unión Europea asumió un riesgo claramente evitable, aunque es probable que algunos de sus sabios se lo hicieran ver como una genialidad. Los 800.000 puestos de trabajo son un eslogan conocido por toda una generación política. Fue la gran promesa que llevó a  Felipe González a la Moncloa en 1982

La promesa de Felipe no se cumplió. En 2008, el propio González reconocía aquel error al declarar: “Yo prometí  800.000 empleos y destruimos 800.000 empleos. Yo me callé para siempre, porque los empleos los dan los empleadores y no el Estado”. La coincidencia aritmética en 800.000 nuevos empleos redondos es evidentemente un cálculo publicitario buscado, a pesar de lo negativo del precedente. A estas alturas y con la distancia existente entre ambos (respecto al pacto con Unidas Podemos, por ejemplo), es muy dudoso que Sánchez quiera asociar su imagen a la de Felipe, la del primer modernizador del país. Más bien podría pensarse que pretende desalojar a Felipe del pedestal del que éste goza (al menos en la memoria socialista), encomendándose a su altísima autoconfianza  para proponerse cualquier tipo de reto, solución del conflicto catalán, incluida.