Cuenta Erasmo en Elogio de la locura (1511) que los príncipes (como hoy los presidentes del Gobierno) son seres infelices, obligados a rodearse de aduladores y a conocer la verdad solo de boca de los locos o necios. Dos años más tarde, Maquiavelo recomendó que el gobernante se debía rodear también de “hombres sabios” con “libre albedrío para decirle la verdad”. En El príncipe, el político florentino fue un poco más lejos y sugirió que el gobernante se olvidara del “bien” de la comunidad, y ejerciera el poder con una única virtud. Esta no debía ser el conocimiento de la verdad ni el cumplimiento de los preceptos evangélicos, sino la “habilidad” o capacidad de gobernar con el fin, no el único, de conservar el poder. Como el león, el príncipe tenía que ser fuerte, y astuto como el zorro. Debía, pues, guardarse mucho de cumplir votos y promesas, pero sin parecer un mentiroso.

El gobernante, según Maquiavelo, ha de ser “un gran simulador y disimulador, pues los hombres son tan simples y obedecen de tal manera a las necesidades presentes que aquel que engaña encontrará siempre quien se deje engañar”. Sus ejemplos fueron dos. Uno era Alejandro VI, el papa Borgia, un hombre sin escrúpulos que “no hizo ni pensó más que en engañar a los hombres”, un hombre que jurara tanto y que cumpliera menos no había existido nunca, decía Maquiavelo. El segundo era Fernando el Católico, que “nunca deja de predicar la paz y la fe, aunque de una y otra es enemigo en grado sumo”.

El fin que justifica los medios –como síntesis de su pensamiento— es un tópico, para Maquiavelo todo era más sutil. Retener el poder como fin es y era secundario, lo principal era y sigue siendo el arte de gobernar. Y para ello es necesario simular y perjurar, y sobre todo saber mentir. Y ese es el punto más débil de Pedro Sánchez: no sabe mentir. Nunca será un estadista si sigue insistiendo en que su siguiente mentira tape a la anterior.

Ante la que está cayendo con la inflación y los bajos salarios, es posible que a la mayoría de la ciudadanía le importe cada vez menos si Cataluña se independiza o no. Aún más, hasta se puede considerar como una liberación por el permanente y secular chantaje al que someten los nacionalistas a la caja común con sus escandalosas sustracciones, que no malversaciones, por las continuas cesiones de los gobernantes centrales de turno. La memoria de la ciudadanía puede ser frágil, pero hasta un punto. Maquiavelo ya recordó cuál era el final de los gobernantes torpes y mentirosos: “En el mundo no hay otra cosa que vulgo; y los pocos no encuentran lugar cuando los muchos tienen donde apoyarse”.

No es correcto reducir a ultraunitarismo toda la oposición actual a Sánchez, incluida la de su partido. Es todo más sencillo y no necesariamente está tan ideologizado. Puede ser que el posibilismo del presidente sea certero y el mal llamado “conflicto catalán” y de paso también el vasco hayan entrado en vías de solución. Puede ser que las recurrentes sonrisas de Sánchez, ante la crónica anunciada de un nuevo golpe separatista, estén basadas en la seguridad de su exitosa política en favor de la convivencia. Pero, como escribió Esopo en su atribuida fábula El joven pastor anunciando el lobo, “al mentiroso nunca se le cree, aun cuando diga la verdad”. Sus medios ya no justifican ni siquiera su fin. Es posible que acierte, y que el lobo no vuelva otra vez a destrozar el rebaño, pero Sánchez y su arte de gobernar ya han fracasado. Quizás él sea consciente, por fin, de su insensata deriva, y por eso no quiera pasar a la historia como El presidente mentiroso sino como Sánchez el sepulturero, nada más o nada menos.