El pasado día 20 se cumplió un año de la Declaración de Pedralbes, publicada tras una reunión entre Pedro Sánchez y Quim Torra. La declaración reconocía que en Cataluña había un “conflicto sobre el futuro”; apostaba por un “diálogo efectivo que vehicule una propuesta política que cuente con un amplio apoyo de la sociedad catalana”, y apelaba a seguir potenciando “los espacios de diálogo” para “avanzar en una repuesta democrática a las demandas de la ciudadanía de Cataluña, en el marco de la seguridad jurídica”. Se establecían para ello dos foros de diálogo, uno entre gobiernos en la ya existente comisión bilateral Estado-Generalitat y otro constituido por una mesa de partidos catalanes y por las formaciones vinculadas a ellos.

Un año después, el espíritu de Pedralbes resucita en las negociaciones entre el PSOE y ERC para la investidura de Sánchez. Aunque no se conocen los términos del posible acuerdo, pendiente de algunos flecos y de las alegaciones de la Abogacía del Estado tras la sentencia de Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) sobre la inmunidad de Oriol Junqueras, vuelve a hablarse de “conflicto”, esta vez con el añadido de “político”; de las reuniones Gobierno a Gobierno en la comisión bilateral fijada en el Estatut, que es lo que quiere el PSOE, o al margen de ella, como pide ERC, y de la mesa de partidos, cuyas características tampoco se conocen.

En términos políticos y en el camino hacia una posible salida al conflicto, quiere ello decir que dos elecciones, un juicio y una sentencia después, 2019 ha sido un año perdido. Salida al “conflicto”, sí, porque el conflicto existe por mucho que la derecha política y mediática monte una escandalera por la mera utilización de la palabra. Reconocer que existe un conflicto, llamar a las cosas por su nombre, no significa adoptar el lenguaje del adversario ni se puede comparar la aceptación del término con lo que ocurría en Euskadi cuando ETA asesinaba porque en el País Vasco no había dos bandos enfrentados, sino unos que mataban y otros, la mayoría, que sufrían la violencia y el terrorismo, como explica Luis Castells, catedrático de Historia de la Universidad del País Vasco, en La paz y la libertad en peligro. ETA y las violencias en Euskadi 1975-1982, un texto incluido en el libro Nunca hubo dos bandos. Es mucho más honesto reconocer la existencia de un conflicto –otra cosa es discrepar sobre su naturaleza-- que decir, como hacía Sánchez antes del 10-N, con una frase de márketing, que “en Cataluña hay un problema de convivencia, no de independencia”.

Que haya sido un año perdido no quiere decir que no hayan sucedido cosas trascendentes. La primera, después de la Declaración de Pedralbes, la derrota en el Congreso de los Presupuestos de Sánchez, propiciada por la enmienda a la totalidad de ERC, que la presentó antes incluso que la de Junts per Catalunya. Esquerra introdujo en la negociación la autodeterminación y la libertad de los líderes independentistas presos y, al no aceptar el Gobierno hablar de estos temas, se rompió la negociación. Los Presupuestos decayeron el 13 de febrero y todo se fue al garete, incluida la previsión, contenida en la Declaración de Pedralbes, de que antes de finalizar febrero se debía fijar la fecha de constitución de la mesa de partidos. La devolución de los Presupuestos, el comienzo del juicio en el Tribunal Supremo y la polémica sobre el relator abocaron a la convocatoria electoral del 28-A.

La segunda cuestión trascendente fue el juicio, que transcurrió de modo impecable, pese a los augurios de los independentistas, y la tercera fue la publicación de la sentencia, acogida con disturbios en vías de comunicación y episodios de violencia en las calles de Barcelona y otras ciudades catalanas nunca vistos en décadas.

Ante la celebración del juicio, la táctica fue la habitual: primero los independentistas dijeron que todo era una farsa, que la sentencia estaba escrita de antemano y que sería por el delito más grave –rebelión--; que no había garantías; que se violaban derechos fundamentales, etcétera; después, al rebajarse la condena al delito de sedición, que era injusta y desproporcionada, porque los acusados eran inocentes al no haber cometido ningún delito. Y cuando las decisiones de las instancias judiciales europeas son contrarias a los procesados, se silencian o se minimizan, y cuando son favorables, como la del TJUE, se magnifican y se les hace decir lo que no dicen: que la sentencia exige la libertad del líder de ERC, extremo que el tribunal de Luxemburgo traslada a la decisión del Supremo.

En el caso de los CDR detenidos ha ocurrido algo parecido. Primero, eran inocentes; después, cuando algunos aceptaron que preparaban explosivos, es que había infiltrados; más adelante, se acusó a la Audiencia Nacional de tenerlos secuestrados, y, cuando, siguiendo el procedimiento normal en todas las causas, el tribunal decreta la libertad bajo fianza, se dice que nunca tuvieron que estar detenidos, y Torra, el jaleador de “aquests nois” y el animador del Tsunami Democràtic, exige a pedro Sánchez que pida perdón por haber relacionado al independentismo con la violencia. Todas las intervenciones de Torra van dirigidas a torpedear un posible pacto entre el PSOE y ERC, un año después del que él mismo suscribiera con Sánchez la Declaración de Pedralbes.