Paradójica situación. Europa vuelve a estar seriamente amenazada por los "absurdos" que marcaron la mayor parte de su pasado reciente: nacionalismos de Estado y de minorías, populismos de pelaje diverso, revanchismos abiertos o enmascarados entre Estados y entre grupos étnicos, religiosos o culturales --sin olvidar las agresiones del terrorismo yihadista y el renovado expansionismo ruso--, y, sin embargo, la “paz duradera” que disfrutamos en Europa --logro cercano a la “paz perpetua” teorizada por Immanuel Kant--, no aparece ensalzada como la razón principal que hoy sigue justificado la existencia de la Unión Europea y la contención de los “absurdos”.

Todo ha sido posible, las fronteras abiertas, la prosperidad económica --ciertamente relativa para las capas desfavorecidas de la sociedad, pero amplia en términos generales--, la construcción bendita que llamamos Estado del bienestar con sus pilares fundamentales de la educación y la sanidad, el intercambio cultural continuo entre las distintas sociedades, el turismo de masas, denostado por algunos pero enormemente positivo por lo que comporta de desmitificación de los países visitados, todo, gracias a la pacificación interna e internacional llevada a cabo en Europa en las últimas décadas; la pax europea, en definitiva.

Las dos grandes guerras civiles europeas no terminaron en 1918 y en 1945, continuaron años después con terribles ajustes de cuentas, limpiezas étnicas, deportaciones en masa, violaciones, masacres, devastaciones, hambrunas... La de 1918 enlazó a través del fascismo, cóctel explosivo de nacionalismo y populismo, con 1939 (con 1936 para los españoles) y la posguerra de 1945 se prolongó hasta bien entrada la década de los cincuenta. Continente salvaje, de Keith Lowe (Galaxia Gutenberg, 2015), debería figurar como libro de lectura en todos los colegios de Europa.

Pasar de aquel continente salvaje al continente afortunado que Europa es hoy requirió un esfuerzo titánico en la construcción de la paz en un contexto sin instituciones ni leyes, con odios y venganzas despiadadas. Lo peor imaginable estaba al orden del día. La vida no valía nada. La generación que se salvó de la guerra quedó diezmada en la posguerra.

Pero también hubo piedad, generosidad, esperanza, y esos valores positivos del alma humana permitieron ir construyendo la paz y la reconciliación. En nuestro mundo apegado a las imágenes, tres momentos cumbre de la reconciliación merecieron una instantánea de honor: la genuflexión de Willy Brandt el 7 de diciembre de 1970 en Varsovia ante el monumento conmemorativo del levantamiento del gueto judío; el sostenido apretón de manos de François Mitterrand y Helmut Kohl el 22 de septiembre de 1984 ante el catafalco instalado en la entrada al osario de Douaumont, y el Muro de Berlín arracimado en lo alto de jóvenes de uno y otro lado el 10 de noviembre de 1989.

Es un grave error privar a las nuevas generaciones del conocimiento y la reflexión sobre el valor de la paz. La aprecian como un bien adquirido, engañoso en su solidez porque difícilmente se romperá la paz en Europa a la manera clásica con enfrentamientos entre ejércitos, aunque ni lejos ni ajenas a los “absurdos” quedan las guerras balcánicas de los años noventa del siglo pasado. Pero la paz no es solo ausencia de guerra. Hoy en Europa sabemos que la paz es un delicado equilibrio de elementos indisociables de estabilidad, suficiencia económica, cohesión social, legalidad, democracia, respeto de las minorías... Si se pierde un elemento, caen los restantes.

La paz no es algo que se consigue de una vez para siempre. Hay que construirla cada día. No hay peligros menores para la paz. Hemos de oponernos con la mayor firmeza incluso a los absurdos más ridículos, más pretendidamente democráticos, más aparentemente inofensivos (“seremos amigos de todo el mundo”), como los que padecemos en Cataluña. Incluso esos absurdos llevan suficiente carga explosiva para dinamitar la paz aquí y por contagio en otras partes de Europa.