Con independencia de la sentencia que dicte la sala, son bastantes las condiciones inusuales del juicio que se ha celebrado en el Tribunal Supremo, principalmente estas tres: su íntegra retransmisión televisiva, y no marginal, pues TV3 le tenía un canal prácticamente dedicado; su magnitud e importancia, sin duda las mayores de ningún juicio de la etapa democrática; y, por último, que se ha juzgado a los líderes del nacionalismo catalán. Esto último es una fuente de distorsión enorme, imprevisible e inédita, empezando porque el nacionalismo catalán es el mayor poder fáctico de España y convirtió --con todo su poder y deliberación-- el juicio, interna y externamente, en un campo minado.

Basta reparar en la dificultad que suponía mantener dentro de las reglas a ese pelotón de abogados defensores, que, conjuntamente con toda la Administración catalana, organizaciones políticas nacionalistas y medios públicos y privados a su servicio, solo buscaba desbordar el juicio, sumirlo en el caos para poder así deslegitimarlo y anularlo.

Véase solo lo sucedido con Lluís Llach: cuando le preguntó Manuel Marchena, conforme a las generales de la ley, si había sido procesado, contestó: "Después del 78, no", y entonces, al inquirirle si antes del 78, respondió: "No, tampoco". Hay que hacerse cargo de la profundidad de este modo de hacer trampas, de su perfeccionamiento como sistema procedimental socializado, pues el antifranquismo de Llach --sin que esta consideración quiera ni rozar la bellaquería de juzgarlo por su filiación o por una exigencia de heroísmo--, a diferencia del de otros hijos de vencedores de la guerra (su padre fue el alcalde franquista de Verges hasta el 63), no le acarreó nunca la cárcel; es esta tremenda capacidad de distorsión la que lo irregulariza todo.

¿Qué debió hacer Marchena ante esos aviesos testigos que, tras comprobar que no podían negarse a testificar, no renunciaban a desgastar las reglas con lo del imperativo legal? ¿Hay algo más propio, doctrinal y didáctico que ese "aquí estamos todos por imperativo legal"? Luego, solo les decía: "Dígalo si eso le reconforta, pero...". ¿Qué había que haber hecho con Enoch Albertí? El juez fue doctrinalmente impecable y encima respetuoso con el constitucionalista catalán: no hay testimonios de peritos jurídicos en un juicio y, por tanto, pretenderlo es un insulto al tribunal, pero dirigiéndoselo al abogado de la parte que lo había citado, no a Albertí, quien efectivamente estaba convirtiendo su testimonio en una afrenta.

El nacionalismo catalán tiene origen en el siglo XIX. Atendamos ahora solo a dos de sus elementos principales: la negativa de sus élites a aceptar el principio de ciudadanía instituido en la Revolución francesa (es decir, sin requisitos culturales), de modo que se cuestiona el poder y a una parte de los ciudadanos no por lo que dicen o hacen, sino por su origen, por quiénes son; y el segundo, el uso instrumental, desde el exterior, de las reglas. Al no aceptar el poder, al impugnarlo por ilegítimo en razón de su origen, pero acatándolo (tal cual la fórmula), las élites nacionalistas catalanas no se sienten concernidas ni obligadas por las reglas emanadas de ese poder, y esta es una constante que afectaba ya a Francesc Cambó en la Restauración, que siguió con la República, que, tras la excepción de la guerra, se prolongó sin duda durante el franquismo, y, por último, que Jordi Pujol continuó en la democracia. No se trata de una impugnación material de las normas, por su contenido, y de fundamento doctrinal, por tanto, sino de procedencia (piénsese en la inconcreción del rechazo a la actual Constitución. Manuel Ortínez da una esclarecedora e involuntaria prueba en sus memorias --Una vida entre burgesos-- del modo utilitarista que tuvo la alta burguesía catalana de ser franquista, ¡empezando por él mismo!).

Esta deslealtad procedimental, unida a la necesidad de mentir (no se puede decir, aunque acaban diciéndolo: 'tú no, porque no eres de los nuestros'), ha ido extendiéndose socialmente y envilecido a la sociedad catalana hasta la abyección: Cataluña es el sitio donde todos mienten.

De manera que esta vista oral, inevitablemente, se ha convertido para todos en algo más que un juicio ordinario: para mí (y espero que para los catalanes que, como yo, han colmado su umbral de repugnancia por lo que aquí se lleva haciendo desde hace 40 años), en el único y muy grato consuelo de ver, por primera y última vez, a los nacionalistas catalanes, dirigentes y pueblo llano, constreñidos a jugar dentro de las reglas, sin siquiera la posibilidad de usarlas para pervertirlas y sin su acostumbrado matonismo verbal (repárese en la diferencia entre aquel Francesc Homs balbuciente por soberbio y este Homs balbuciente por desorientado).

Y para estos, en una edificante escuela --a la postre, con toda seguridad, inútil-- de toda esa ilustración ausente de Cataluña, en un súbito y efímero paso del infantilismo a la madurez, es decir: del mito a la racionalidad; de la arbitrariedad a la ley; de la trampa para imperar sobre el débil a la igualdad de las reglas impuestas desde el exterior; de patrones (antiguos y sobrevenidos) a ciudadanos. Efímero e inútil, tal como ellos mismos proclaman, con su vieja, infantil y calculada arrogancia, recordando a ciegos y a necios que la guerra es justamente la abolición de las reglas.